Pascual Cucala y el levantamiento carlista de 1869 y 1872 en Alcalá
Alcalá sobresalió por su fidelidad a la monarquía tradicional frente las ideas liberales importadas de la Revolución Francesa. Durante todo el siglo XIX, en el que su población no bajaba de 5.000 habitantes, proveyó numerosos hombres al carlismo que luchó por la bandera de la Religión, la Patria, los Fueros y el legitimismo monárquico. Su fidelidad a la Tradición se mantuvo durante el primer tercio del siglo XX, en el que la mayor parte del tiempo estuvo regido por alcaldes carlistas, mantuvo un pujante Círculo Tradicionalista y fue escenario de importantes actos y concentraciones o “aplecs”. En palabras de Vicente Meseguer, al finalizar su monografía sobre el carlismo xivertense, Alcalá “nutrió de voluntarios a las tropas carlistas de todas las guerras, y llegó a convertirse en la quintaesencia de la Tradición monárquica y religiosa”.[1]
Los alcalainos o “gaspatxers” tuvieron una importante actuación ya en la “Guerra contra el Francés” y en la lucha de los realistas contra el Trienio Constitucional. Guillem Cherta formó una partida realista, y natural de Alcalá de Chivert era también el Rvdo. Vicente Cortés, religioso de la comunidad de Franciscanos de la villa que junto con treinta o cuarenta jóvenes a su mando dirigió igualmente una partida realista durante el Trienio[2].
Alcalá proporcionó un importante contingente de Voluntarios Realistas que marcharon a Morella e iniciaron la sublevación en el Maestrazgo, en noviembre de 1833, formando, junto con los realistas procedentes de Villarreal, uno de los batallones en que quedaron inicialmente organizados[3].
Tras el levantamiento inicial, durante la primera Guerra Carlista Alcalá dio un respetable número de hombres al ejército de Don Carlos. Quizás el más destacado fue Vicente Perciva, hijo del médico de Alcalá de Xivert, que hizo la guerra con Cabrera, primero organizando las facciones del Chelva y después combatiendo a las ordenes de Domingo Forcadell y llegando a jefe de Estado mayor de La Cova con el grado de teniente coronel. Su muerte se produjo en el verano de 1837, al ser sorprendido en casa de su madre en Alcocebre por una pequeña columna de soldados que hacían el trayecto de Castellón a Peñíscola por la orilla del mar, para evitar adentrarse por el territorio que entonces controlaban los carlistas.
Terminada la guerra en el Maestrazgo con el paso a Francia de Cabrera y su ejército en Julio de 1840, algunos jefes y combatientes se negaron a exilarse, prefiriendo permanecer escondidos con la esperanza de promover, cuando las circunstancias lo permitieran, un nuevo levantamiento. Uno de estos cabecillas fue Bautista Marzal Martí, natural de Alcalá, quién durante los años 1843 y 1844 formó una partida, integrada en su mayor parte por vecinos del pueblo, que trajo en jaque a las tropas del gobierno. Cuando en 1844 el general Villalonga llegó al Maestrazgo dispuesto “a exterminar a las gavillas de latro-facciosos” valiéndose de cualquier medio, Marzal fue capturado en la playa de Alcocebre el 29 de Mayo de 1844, siendo conducido a Alcalá, donde fue fusilado en el acto, para más escarnio en la misma puerta de la casa de su madre, en la calle San Nicolás.[4]
A pesar de este luctuoso incidente, durante el período entre 1844 y 1853 el consistorio municipal estuvo continuadamente regido por los carlistas, que contaban con el apoyo de la inmensa mayoría de la población.[5]
Esta fidelidad a la causa del Altar y del Trono, expresada en el cuatrilema de Dios, Patria, Fueros y Rey, volvió a ponerse de manifiesto en el convulso período que siguió a la Revolución de 1868 que destronó a Isabel II y sumió a España a unos de esos períodos de caos y anarquía tan frecuentes en nuestro siglo XIX. A ese período dedicaré principalmente mi intervención, pues en ella el protagonismo de Alcalá fue reforzado por la notoriedad y el papel de uno de sus hijos, el brigadier Don Pascual Cucala, que alcanzaría fama legendaria durante lo que en Cataluña y Valencia se conoce como la Tercera Guerra Carlista (segunda cuando se habla del carlismo vasco-navarro).
La situación de España entraba en la primavera de 1868 en un período crítico. El 13 de abril moría el general Narváez, y con él puede decirse que lo hacía también el trono de Isabel II, a pesar de los esfuerzos de González Bravo, jefe de gobierno desde entonces, por contener la Revolución. La política represiva sustentada por González Bravo produjo efectos contrarios a los que se pretendía y aceleró el proceso revolucionario. Los que hasta entonces se habían mostrado reacios a apoyar la conspiración iniciada por Prim dos años antes, se decidieron a colaborar para “destruir todo lo existente”[6].
Con la muerte de Narváez todo el país se daba cuenta de que los días de Isabel II estaban contados. El joven Don Carlos veía dibujarse una oportunidad de presentar sus derechos. En Ebenzweyer el viejo y legendario general Cabrera, el héroe de la primera y segunda guerra, le había recomendado que se acercase a los Pirineos para oír y conocer a propios y extraños. Por su parte, el joven Pretendiente –que tenía entonces sólo veinte años- barajaba la conveniencia de reunir un Consejo donde estuvieran representados todos los notables carlistas de todos los estamentos.
Reunido el Consejo en Londres -después de avatares que ustedes podrán seguir en la biografía que tengo publicada sobre el general Cabrera-, Don Carlos fue aclamado como rey por sus partidarios[7]. Los asistentes a la asamblea consideraron que era necesario dar la batalla con los mismos elementos y las mismas armas que empleaban sus enemigos. De este modo, se decidió concurrir a la lucha electoral, que los periódicos levantasen la bandera de Don Carlos y que se hiciese una activa propaganda que diera a conocer a los españoles sus derechos y su personalidad.
El 7 de septiembre el flamante duque de Madrid aprovechó para marchar a París y comenzar allí su carrera política.
Los acontecimientos políticos en España se precipitaban. La sequía había hecho estragos en los campos castellanos, provocando el hambre en grandes sectores de la población. Las medidas adoptadas por el gobierno resultaban insuficientes y el descontento, la miseria y el paro va sumando elementos a la revolución, que empieza a producir los primeros chispazos en forma de motines y revueltas que crean una atmósfera general de rebelión.
Así las cosas, estaba la reina en San Sebastián veraneando cuando el 19 de septiembre recibió las primeras noticias de la sublevación de la escuadra en la bahía de Cádiz. El mismo día 19 desembarcaron el almirante Topete y el general Prim, a los que al poco se unió el general Serrano, duque de la Torre, y otros generales. La revolución triunfaba al grito subversivo de ¡Abajo los Borbones! El presidente del Consejo de Ministros dimitió y fue sustituido por el general Concha, que poco pudo hacer por evitar lo inevitable. La batalla de Alcolea, librada el 28 de septiembre entre el marqués de Novaliches, leal a la reina, y el revolucionario general Serrano, que mandaba fuerzas superiores, resultó favorable a éste último y las tropas de los dos jefes se unieron para marchar juntas sobre Madrid. Enterada la reina, que estaba en Lequeitio, decidió poner tierra de por medio el día 30 por la mañana y ponerse a salvo en Francia.
Dispuesto el duque de Madrid –título que adoptó Don Carlos- a aprovechar la oportunidad que el triunfo de la Revolución podía deparar a sus objetivos, se comenzó la organización del carlismo en todas las provincias de España, nombrando comandantes generales en el plano militar y comisarios regios en el civil, cuya dirección ostentaba Aparisi. Se recabaron fondos mediante empréstitos y donativos[8], se impulsó la labor de prensa y la publicación de folletos para popularizar la persona y la causa de Don Carlos, se compraron armas y municiones para introducirlas clandestinamente en el país y se procuró establecer contactos con Roma y con el episcopado para conocer su posición ante la causa carlista. Por otra parte, se intensificaron los contactos con la parte del ejército que no simpatizaba con la Revolución, tratando de acercarles a la causa de Don Carlos. Tanto Cevallos como Elío, responsables de la organización militar, confiaban más en un pronunciamiento militar, consolidado después por el partido carlista, que en un nuevo levantamiento popular como en el pasado[9].
El 16 de noviembre, el conde de Fuentes, a quien el duque de Madrid había confiado la dirección electoral, dirigió un manifiesto a los españoles en el que invitaba resueltamente a sus correligionarios a votar en la elecciones municipales que se celebraban dos días después. : “Probemos en ellas que los monárquicos somos los más”.
Un mes después se convocaron elecciones a las Cortes Constituyentes a celebrar en enero y el carlismo decidió concurrir a las urnas en candidaturas denominadas católico-monárquicas, si bien una parte importante del partido era totalmente contraria a entrar en el juego parlamentario.
La Revolución de Septiembre había supuesto el paso de tradicionalistas isabelinos y neocatólicos al carlismo, al que se sumaron algunos moderados cuando el carlismo aceptó el marco legal. Esta ampliación provocó la aparición de dos grupos: los más tolerantes, que daban importancia al objetivo dinástico y al objetivo político del partido, y los más intransigentes –procedentes normalmente del sector neocatólico-, que colocaban por encima de todo la doctrina de la Iglesia y la defensa de la Religión. Los primeros eran en general más propensos a la lucha armada, para lo que buscaban ampliar la base política del partido.
La presentación a las elecciones bajo candidaturas únicas señalaba el acuerdo e integración de los neo-católicos en el carlismo. Su influencia en las proclamas y manifiestos electorales se hizo patente, al igual que en la composición de las candidaturas, en las que también aparecían nombres del conservadurismo y en las que los carlistas viejos eran menos de la tercera parte.[10]
En una zona de profundo arraigo tradicionalista como era el Maestrazgo, también se concurrió a las elecciones, presentando su candidatura desde Alcalá de Xivert un ganadero y agricultor, dirigente de los carlistas locales, llamado Pascual Cucala, que unió su nombre a los de Llauder, conde de Samitier, conde de Fuentes etc como representantes del viejo carlismo.
A pesar del caciquismo gubernamental, las arbitrariedades de todo tipo que se cometieron y las presiones, los “católicos” –en su gran mayoría carlistas- lograron 24 escaños de diputado[11]. El carlismo obtuvo más de cien mil votos en las provincias donde presentó candidatos. Los resultados fueron especialmente significativos en el territorio vasco-navarro, donde casi todos los diputados eran carlistas: todos los escaños de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya y seis de los siete de Navarra, es decir, un total de 16 de los 24 diputados de la minoría tradicionalista.
Sin embargo, esta minoría de diputados, si bien permitía protestar contra los atropellos de la Revolución, no permitía en cambio al duque de Madrid la menor probabilidad de acceso al trono por la vía parlamentaria.
Al iniciarse con la llegada de 1869 el período de reformas revolucionarias y convencerse toda España de que el trono derribado tan fácilmente no tenía fuerzas para volver a levantarse, muchas miradas se volvieron al nunca extinguido carlismo, buscando en él un dique de salvación frente a la marea revolucionaria.
Los viejos carlistas cobraron nuevos ánimos y, como declaraban sus propios enemigos, renacieron de sus cenizas, ofreciendo a la nación su amor a la Religión, su fe inalterable en la monarquía tradicional y su respeto al principio de autoridad, en contraste patente con las pasiones e ideas que animaban a los revolucionarios. El nuevo partido carlista fue así engrosándose de gentes que hasta entonces se habían mantenido al margen de la política, pero que encontraron en él el medio más eficaz de oponerse a la amenaza revolucionaria. También muchos jóvenes se sentían atraídos por la bandera carlista, al extremo de que ser carlista se puso de moda, como décadas antes lo había sido ser liberal.
Pocos meses después de la Revolución, eran tantas las huestes que nutrían el campo tradicionalista, tantos los periódicos que defendían sus ideales, tantos los militares que estaban dispuestos a ofrecer su espada, que el gobierno empezó a mirar con preocupación al carlismo contra el que empezó a ejercer todo tipo de persecuciones y artimañas para restarle poder.
El nuevo poder empezó a darse cuenta de dónde estaba un importante enemigo. Uno de los ministros del nuevo régimen llegó a confesar en pleno Parlamento que el sufragio, libremente ejercido, habría dado el triunfo a los carlistas. La consecuencia fue un aumento de la persecución contra los carlistas. La lucha por defender los principios e ideas en la prensa, en los cenáculos políticos, en los círculos y hasta en las sobremesas familiares, no podía continuar mucho tiempo ante la represión que sufrían, y muchos carlistas empezaron a pensar que debían proteger sus vidas y sus más queridos sentimientos pasando a la acción, para defender con la fuerza lo que con ella se atacaba.
En aquellas circunstancias, todas las miradas de los nuevos como de los antiguos carlistas se dirigían a Cabrera, la figura legendaria que tantas veces en el pasado había conducido a los carlistas a la victoria. Cabrera era para todos el único hombre que sería capaz de organizar las numerosas fuerzas que en un día dado podrían presentarse para defender la causa católico-monárquica, y todos daban como un hecho que el caudillo tortosino se había puesto a la cabeza del movimiento, y que se proponía sentar al joven nieto de Carlos V en el Trono de San Fernando en una brevísima campaña y casi sin derramamiento de sangre.
Don Carlos, rendido ante tan incontenible demanda, aceptó que se llamara al exilado londinense. El 11 de febrero, Cabrera contestó al rey haciendo profesión de su fidelidad a la causa que Don Carlos simbolizaba, “única que puede sacar a España del caos que al presente se haya sumida”, pero desestimando por razones de salud y de falta de dotes para ello la posibilidad de asesorarle como se le pedía.
Independientemente de las graves cuestiones de orden público y de gobierno, inmediata preocupación de Serrano y Prim -regente el primero y presidente del Consejo y verdadero árbitro de la situación el segundo-, la mayor preocupación de los hombres de La Gloriosa era cerrar la interinidad en la gobernación del Estado. La situación transitoria e inestable que atravesaba la vida política constituía la mayor amenaza para la tranquilidad del país y para el nuevo régimen.
Proclamado el mantenimiento de la forma monárquica de gobierno por parte de los autores de la revolución, saltaba a la vista de todo el mundo que existían dos candidatos naturales al Trono. Estos dos candidatos eran Don Carlos y Don Alfonso de Borbón, descendientes de los reyes de España y representantes de las dos ramas dinásticas que habían pugnado en las últimas décadas en la política española. Sólo estos dos príncipes representaban algo sólido, tradicional, que contaba o podía contar con verdaderos partidarios en el país, en el que el número de republicanos era todavía relativamente insignificante.
Sin embargo, los hombres de la Revolución rehuían al hijo de Isabel II, que no era grato a los sectores más progresistas, mientras que los sectores más influyentes y, especialmente, los mandos del Ejército –la mayor parte de los cuales habían luchado en la Guerra de los Siete Años-, se mostraban incompatibles con el pretendiente carlista.
Descartados estos nombres, Prim y sus colaboradores se lanzaron por las Cortes europeas en busca de un monarca para España. El duque de Montpensier, Fernando de Coburgo, el duque de Génova, Leopoldo de Hozenhollern, Amadeo de Saboya y hasta el mismo Espartero fueron a lo largo de los siguientes meses tentados o rechazarían el Trono, cuyo prestigio llegó a tocar fondo ante los sucesivos desplantes y negativas.
Los carlistas consideraron naturalmente que Don Carlos era no solamente en quien recaían los derechos legítimos al Trono, sino el candidato que podría prosperar si consiguieran aprovechar la oportunidad que se presentaba, bien fuera llevando el curso de los acontecimientos a su favor, o ya fuera dando un golpe de mano tomando ventaja de la anarquía imperante. Don Carlos lo sabía, y estaba dispuesto a hacer cuanto estuviera en su mano para acceder al Trono de sus mayores.
Impulsado por la evolución de los acontecimientos en España –las Cortes Constituyentes se disponían a votar la monarquía como forma de gobierno y Serrano quería que rápidamente se designara quien hubiera de ser rey-, Don Carlos buscó todos los medios para lograr que el viejo general Cabrera diera el paso. Finalmente, el 12 de junio de 1868, el viejo Tigre del Maestrazgo aceptó hacerse cargo del mando y dirección de los asuntos militares carlistas.
Cabrera tenía poca confianza en una acción militar basada en partidas a la vieja usanza. Sabía lo difícil que resultaba armar soldados en territorio extranjero, tolerados o estorbados, pero siempre vigilados al fin por la nación que les cobijaba. Conocía, además, la necesidad indispensable de los recursos materiales para tener posibilidades de éxito, y la dificultad de reunir dinero para una causa que contaba con el mal antecedente de sus anteriores fracasos.
El 18 de junio, apenas aceptada por Cabrera la dirección del Carlismo, el general Serrano prestó juramento ante las Cortes como regente, con lo que la interinidad adquiría por el momento un cierto grado de estabilización. La secreta esperanza del Pretendiente carlista de ser llamado al trono como remedio frente al temor al vacío y al caos, parecía diluirse, al menos en un futuro próximo. La suerte para Don Carlos estaba pues echada en cuanto a la vía a seguir para tratar de alcanzar la corona.
La situación política en España seguía en estado de máxima ebullición. El 1 de junio se había aprobado la nueva Constitución, que sancionaba la libertad de cultos pero que consagraba también la forma monárquica del Estado. Sin embargo, Prim seguía sin encontrar un candidato al Trono que siendo de su agrado quisiera aceptar la responsabilidad de regir a un país sumido en profunda anarquía.
Naturalmente toda esta situación enardecía a Don Carlos, que se consideraba con todos los títulos para ser el rey legítimo de España, por más que su nombre fuera totalmente descartado por la minoría revolucionaria que se había encaramado a los recintos del poder.
Don Carlos no tenía confianza en que Cabrera hubiera sido franco al aceptar hacerse cargo que se le había concedido, y pensaba que lo había aceptado por compromiso y con ánimo de no hacer nada y de gastar tiempo, por lo que, fiel a su carácter impaciente y fogoso, siguió trabajando por su cuenta.
Al parecer, Don Carlos había recibido una comunicación a mediados de junio informándole de que la plaza de Figueras caería en manos de los carlistas en el plazo de tres días, para lo que se demandaba que fuese Don Carlos personalmente a secundar el movimiento que debía llevarse a cabo. Don Carlos, que no quería que su no comparecencia fuera interpretada como falta de decisión o valentía, creyó que había llegado el momento de obrar, y que no debía dejarse pasar esa oportunidad, por lo que cursó instrucciones a los jefes de la conspiración para que se pusieran de acuerdo con los comprometidos de Valencia y Madrid, y después empezaran el alzamiento sin esperar nueva orden, ni cumplir otro requisito que avisarle a él con la anticipación suficiente para que pudiera trasladarse a la frontera catalana.
El día 11 de julio el duque de Madrid se hallaba de regreso en París por no haberse producido el previsto alzamiento al haber sido descubierta la conspiración de Figueras.
Todo lo anterior no hizo desmayar al decidido príncipe de su propósito. Tres días después de estar de regreso en París, le informaron de que la plaza de Pamplona iba a rendirse a los carlistas. Don Carlos dio orden a Elío de dirigirse a la frontera Navarra, y al día siguiente, día 16 de julio, marchó allí también él mismo.
En Ascain se le unió el general Elío y se tomaron disposiciones para el momento en que se tomara la ciudadela de Pamplona, circulándose órdenes a las distintas provincias para que el movimiento fuera secundado.
El día 20 se supo que el golpe no podría verificarse el día 23. Pero el general liberal Moriones conoció a tiempo la conspiración que se tramaba e hizo prisioneros a los que la urdían.
Descubierta la conspiración de Pamplona todo se vino abajo. Don Carlos fue avisado del fiasco, pero la orden de levantamiento estaba dada. La consigna de iniciar el movimiento sin esperar nueva orden dada por Don Carlos se había transmitido a través de los comisarios regios a los que con cierta anarquía y desigual organización preparaban la insurrección en las provincias, encontrando eco en algunos lugares como León, el Bajo Aragón y el Maestrazgo, Valencia y, sobretodo, la Mancha.
Don Francisco Sala había pasado por Madrid a su regreso de París, y se había entrevistado con el conde de la Patilla –comisario de Don Carlos en Madrid-, a quien transmitió las órdenes del Pretendiente. El conde procuró una entrevista de Sala con el general que debía dirigir el alzamiento en Madrid, que le expuso que la labor llevada a cabo en el ejército aún era insuficiente para una sublevación, y que además le constaba que el general Cabrera hasta entonces no había participado en el plan de Don Carlos, por lo que era precipitado arriesgarse sin tener suficientes probabilidades de éxito.
Salas había transmitido a los distritos las órdenes de Don Carlos para llevar adelante el alzamiento en toda España, lo que no pudieron ya evitar las contraórdenes que se corrieron precipitadamente para tratar de contener a los que estaban prestos para echarse al monte.
A pesar de los fracasos de Figueras y Pamplona, en la Mancha se lanzaron al campo algunas partidas dirigidas por el general Juan de Dios Polo[12]. El veterano general, siguiendo órdenes que juzgó suficientes, no esperó más, echándose al campo con una partida el 23 de julio, iniciando un levantamiento al que se unieron cuatro o cinco mil hombres que proclamaron a Carlos VII en distintas partes de España[13].
Mientras ésto sucedía, en la noche del 27 Don Carlos conferenció con Elío y con el conde de la Patilla, que procedía de Madrid, decidiendo dar órdenes de secundar el movimiento de La Mancha.
El 3 de agosto Don Carlos reunió en consejo a los jefes y representantes de las provincias que se hallaban en las inmediaciones. Don Carlos expuso las informaciones de que disponía sobre la situación y cuanto se había hecho, así como la actitud reservada de Cabrera desde que se había hecho cargo de la dirección. Unánimemente se acordó que se secundase el levantamiento iniciado por los manchegos, dándose las órdenes necesarias, así como que Don Carlos escribiese a Cabrera para que fuera a ponerse a su lado y tomase el mando de las fuerzas que se alzasen, publicándose su contestación si era negativa. Se confiaba en que la involucración en el alzamiento del general Polo, cuñado del Conde de Morella, le sacara de su retracción. También se acordó que el general Martínez y el conde de la Patilla se pusieran al frente del movimiento de Castilla, y que Don Carlos se situase en la parte de Toulouse para animar a los catalanes y ponerse a su cabeza si Cabrera no acudía, o volver a la frontera de Navarra.
El Pretendiente no tomó en gran consideración la postura que le manifestó Cabrera, contraria a cómo se estaba procediendo, y permaneció escondido en su refugio de Toulouse, a mitad de camino entre las dos fronteras, a la espera de que se despejara la incertidumbre sobre los acontecimientos, pues de distintas partes se recibían noticias de intentos de alzamiento.
En el Maestrazgo pronto se producen los primeros conatos. El 11 de agosto tiene lugar en Villarreal un motín con el pretexto de la distribución de aguas de riego de la acequia de Castellón. El resultado fue la detención de 87 de los amotinados, y la formación de una pequeña partida, encabezada por Galindo y de la cual formaba parte el presbítero Ballester.
Tras el primer estallido en Villarreal la rebelión se extendió hacia el Norte de la Provincia: el mismo día 11, en Benlloch se levantó una partida mandada por el calderero Dembilio.
En Alcalá de Xivert, de población mayoritariamente carlista, aunque regida por caciques liberales, los partidarios de Don Carlos estaban divididos entre el sector llamado de la capa, más impacientes por echarse al monte, y los conocidos como de la manta –de los que D. Pascual Cucala era la personalidad más representativa-, de actitud más conservadora, lo que a veces era causa de diferencias que les impedían el acuerdo necesario para gobernar el pueblo.
Al producirse las ordenes de alzamiento, el 11 de agosto de 1869 se levantó en Alcalá una partida de más de doscientos hombres a las órdenes del jefe D. Agustín Mañés, que bajó a Alcocebre, en la costa para proteger el desembarco de los efectos que traía un buque que estaba a la vista; desarmaron a tres carabineros -quizás en el mismo lugar que aún hoy ocupa el cuartelillo de la guardia civil- llevándose las carabinas, bayonetas y municiones, y el resto del puesto, para no correr igual suerte, se retiró a Torreblanca. Al saber al día siguiente los alzados la aproximación de fuerzas liberales del regimiento de Granada, se retiraron a la ermita de San Benito, en la sierra de Irta, donde se les unieron otros sublevados de Alcalá, dirigidos por el tortosino Francisco Vallés -recaudador subalterno de rentas de Alcalá de Chivert-, Vicente Bou, el rector de Santa Magdalena, Agustín Pascual alias Coqueta, el cerrajero Ferrer y otros de menor importancia.[14] Los sublevados vivaqueron aquella noche en la ermita de San Benito y al amanecer se replegaron hacia San Mateo, al saber del alzamiento previsto en esta población, no sin antes cortar las vías férreas y telegráficas que llegaban a Alcalá para interrumpir las comunicaciones liberales.
El comandante de carabineros de la provincia, al tener noticia de estos sucesos, salió de Castellón para Torreblanca, reuniendo los diferentes puestos que encontró en el camino, y con ellos marchó a Alcocebre, donde llegó cuando ya reinaba la tranquilidad.
El sentimiento procarlista de la población de Alcalá lo acredita el que unos quinientos hombres estuvieran comprometidos en el alzamiento, aunque el curso negativo de los acontecimientos finalmente hiciera a muchos abandonar el proyecto[15]. Es inevitable pensar que uno de los comprometidos fuera Pascual Cucala, aunque lo cierto es que el curso de los acontecimientos impidió que su posible participación en los hechos llegara a quedar de manifiesto.
En San Mateo se formó una partida de unos 50 hombres dirigidos por Ignacio Vilanova y Pedro Rocher. Esta partida puso sitio al cuartel de la Guardia Civil, donde se refugiaron 10 guardias civiles y los pocos liberales de la población. La llegada de refuerzos para los sitiados hizo retirarse a los carlistas de San Mateo, que acabaron uniéndose al grupo de Vallés que se replegaba hacia el Norte ante la presión de las tropas del gobierno.
El día 12 de agosto se levantó una partida en Ares del Maestre, al mando de Ignacio Polo, que se apoderó de los fondos en poder del recaudador de contribuciones, desde allí, con unos 60 hombres, se dirigió a Cinctorres y La Mata. Ese mismo día otro grupo se organizó a las órdenes de Antonio Borrás, en la ermita de la Font de la Salut de Traiguera. Esta partida fue diezmada a los pocos días por las fuerzas del Teniente Coronel Arrando en un choque producido en la masía de Les Clapises, en Vallibona; los supervivientes se retiraron hacia la Tinença de Benifassar y los puertos de Beceite, logrando escapar de la persecución de las tropas. También el día 15 de agosto los 25 levantados en Alcalá que acompañaban a Ferrer el cerrajero fueron batidos en las proximidades de Belloch[16].
A pesar de la presión de las fuerzas gubernamentales y la ocupación militar del territorio, la insurrección se iba extendiendo por todo el Maestrazgo. Son significativos los datos que aportan los libros de Actas de Sesiones de los Ayuntamientos, acerca de los acuerdos tomados por los municipios en materia de orden público y seguridad, dando testimonio del peligro que las partidas suponían. Así, el Ayuntamiento de Benicarló reconoce la necesidad “durante las actuales circunstancias, de que haya dos vigilantes en la torre campanario para avisar cualquier novedad y tocar en su caso a somatén o alarma”; también se plantea la “necesidad de fondos para atender a los gastos de Orden Público y los muchos que ofrece el armamento y la defensa en las actuales circunstancias”.[17]
Como intento de dominar la insurrección, el Capitán General del distrito ofreció a los carlistas un plazo de ocho días para acogerse a indulto, plazo que muy pocos aprovecharon.
Las diversas partidas dispersas que fueron surgiendo por el Maestrazgo se fueron integrando bajo el mando de Francisco Vallés. El grupo de Dembilio se unió a éste en Sarratella, reuniéndose una fuerza de 300 hombres. Desde esta población se desplazó un grupo de 25 hombres para liberar a los carlistas presos en la cárcel de Albocàsser. Se intentó establecer contacto con los carlistas sublevados en la Plana de Castellón, dirigidos por Galindo, para ello se enviaron dos emisarios, que fueron detenidos por el Comandante Mendoza. Finalmente, el 21 de agosto las fuerzas de Vallés y Galindo se reunieron en Catí, donde se produjo un enfrentamiento con la columna del Teniente Coronel Serrano. La lucha fue reñida, prolongándose durante varias horas; finalmente la victoria se decantó por las fuerzas liberales Los carlistas tuvieron 11 muertos, entre ellos Galindo y el presbítero Ballester.
Esta derrota en Catí supuso un duro golpe para las esperanzas de los sublevados. De nuevo las fuerzas se dispersaron, muchos carlistas se acogieron a indulto, otros optaron por esconderse o exiliarse para evitar la persecución de las autoridades liberales. A finales de agosto se producen los últimos movimientos para dominar la insurrección[18], que como en el resto de España se dio por concluida a primeros de septiembre.
El hecho de que los carlistas manchegos, bajoaragoneses y del Maestrazgo se lanzaran prematuramente a la lucha en aquél verano de 1869 se explica porque éstos creían que contaban con el apoyo del mítico Ramón Cabrera, más capaz de aglutinar a los partidarios del carlismo que el todavía joven y desconocido Carlos VII.
Sin embargo las cosas eran bien diferentes. El 16 de agosto Don Carlos recibió carta de Cabrera en la que le presentaba su dimisión.
El 18 de agosto, el general Juan de Dios Polo cayó prisionero en una dehesa de Torralba de Calatrava, junto con su secretario, un oficial y un guardia civil que se habían unido a sus fuerzas. La noticia de su prisión fue un golpe mortal para la suerte de la insurrección.
Al conocerse el fracaso del movimiento, los jefes sublevados se vieron obligados a batirse en retirada, ya sin más objetivo que proteger a sus hombres. Algunos no tuvieron suerte en ello, y fueron bárbaramente pasados por las armas sin piedad ni juicio previo, como los nueve carlistas fusilados en Montealegre, cerca de Badalona, cuyo salvaje martirio lleno de horror a la opinión pública[19].
Polo fue llevado a la prisión de Daimiel, y de ahí a Ciudad Real, donde fue sometido a un Consejo de Guerra que le condenó a muerte. Posteriormente fue conducido a Madrid, y encerrado en las cárceles militares de San Francisco. Peor suerte tuvo el coronel Pedro Balanzátegui, sublevado en León, que fue apresado y fusilado inmediatamente después[20].
Igual pena fue impuesta a otros jefes de la insurrección, como los jefes Milla y Larumbe. Otros implicados en el movimiento carlista fueron detenidos en Barcelona y Madrid. En la Ciudad Condal fue detenido el sacerdote Pedro Ruiz, encontrándose en su domicilio armas de fuego y cartuchos, así como suscripciones de las obligaciones de deuda de Carlos VII. En Madrid se decomisaron igualmente paquetes con uniformes y armas para los carlistas[21].
Diversas instancias hicieron gestiones a favor de los condenados, pidiendo su indulto. El gobierno de Serrano, influido por el impacto que en la opinión pública habían producido los bárbaros fusilamientos de Montealegre, accedió al indulto, y Polo y sus compañeros fueron deportados a las Islas Marianas, no sin antes agradecer a los de Daimiel su mediación[22].
En el Maestrazgo los sublevados fueron detenidos y encerrados en la prisión de las Torres de Quart, en Valencia. Los alcalainos Vicente Bou Martorell y Agustín Pascual Coqueta permanecieron encarcelados hasta su liberación en 1871, tras la que volvieron a alzarse en armas al año siguiente para participar en la Tercera Guerra. Bou empezó la campaña como capitán, ascendiendo primero a teniente coronel y mandando el batallón de Guías del Maestrazgo y después a coronel como jefe del Batallón 1º de Valencia. Agustín Pascual, por su parte, combatió primero en Valencia como oficial y más tarde en el Norte, donde llegó a comandante.
Como había predicho Cabrera, fracasada la intentona, el gobierno se ensañó con los carlistas, y muchos fueron encerrados en las cárceles y conducidos a los presidios, al tiempo que la Revolución avanzaba en todo el país haciendo aumentar de día en día la anarquía.
Lo fundamental era oponerse a la Revolución que amenazaba creencias, vidas y haciendas. Frente a ella Don Carlos, más que un principio dinástico, representaba fundamentalmente los principios que había asumido.
En enero y marzo de 1870 se volvieron a celebrar elecciones parciales, y a ellas acudieron de nuevo los católico-monárquicos con tanto interés como a las de 1869, siguiendo lo dispuesto por el conde de Morella, al que Don Carlos había vuelto a encargar la dirección del movimiento.
A nivel nacional, se recogieron cerca de 120.000 votos católico-monárquicos, de los algo más de 700.000 electores, lo que le valió a la comunión la obtención de un diputado de los 28 en liza. Los resultados se juzgaron muy positivos, teniendo en cuenta el deficiente estado de organización, la inexperiencia electoral y los amaños, coacciones y abusos de todo tipo cometidos por los candidatos gubernamentales[23].
Este resultado llenó de esperanzas al partido y de entusiasmo por la dirección impuesta por Cabrera, contribuyendo a superar el retraimiento que hasta entonces mostraba el sector de los carlistas históricos, más partidarios de echarse al monte que de participar en la lucha electoral organizada por los liberales.
En la campaña electoral de marzo, los católico-monárquicos volvieron a presentar candidaturas y lograron un nuevo escaño para el partido de los ocho escaños en liza, obteniendo un total de 100.000 votos a pesar de las amenazas y los palos recibidos[24].
Hombres importantes del partido moderado, seducidos por el nuevo rostro del carlismo, se sentían atraídos por su bandera y daban a entender que podía contarse con ellos.
Pero en medio de este panorama positivo, las relaciones entre Don Carlos y Cabrera seguían sin funcionar. Ni los afectuosos términos con que acababan las cartas de Don Carlos, ni los votos de sumisión con que lo hacían las de Cabrera, podían ocultar durante más tiempo una falta de sintonía que tenía antes o después que estallar. Cabrera no se fiaba de Don Carlos, y Don Carlos no confiaba en Cabrera.
El desaire recibido en la persona de Ros de Ursinos fue la gota que colmó el vaso de las ya escasas esperanzas del viejo general, que comunicó al rey su dimisión el 19 de marzo de 1870.
Ante la retirada del legendario caudillo, Don Carlos decidió convocar una gran asamblea en Vevey (Suiza) de todos los prohombres del partido.
Los planes de Don Carlos seguían considerando cualquier medio que le permitiera acceder al trono, sin descartar a priori ninguno de ellos. La renuncia definitiva de Leopoldo de Hohenzollern había vuelto a dejar a Prim en la estacada en su propósito de poner fin a la anárquica interinidad que regía el país.
Y si no descartaba la vía política, tampoco descartaba la militar si la ocasión se presentaba, como ocurrió en el mes de agosto en el episodio conocido como “la Escodada”.
A todo ésto, las desesperadas gestiones de Prim para encontrar un rey para España dieron por fin resultado. El 16 de noviembre de 1870 Amadeo I era proclamado rey por las Cortes. Como dijo Castelar en el parlamento, Prim había creado una monarquía por decreto.
La proclamación de un príncipe extranjero tuvo la rara virtud de, desde el primer momento, unir a toda la oposición en su contra. Los católicos españoles no podían sino ver en Amadeo de Saboya al hijo del invasor de los Estados Pontificios y carcelero de Pío IX. Para los carlistas, la elección de un rey extranjero y revolucionario suponía la declaración de guerra abierta al gobierno de Madrid.
Acababa 1870, pero no los avatares de una política española marcada por el signo de la convulsión, que tuvo su última manifestación del año el 27 de diciembre con el asesinato del presidente del gobierno, el general Juan Prim, víctima de un atentado que le costaría la vida, pertrechado por elementos progresistas que no perdonaban al general revolucionario que no hubiera querido proclamar la República[25].
Terminada la época constituyente que había finalizado con la elección de Amadeo al Trono, se convocaron elecciones de diputados provinciales, a cortes y senadores. El magnicidio había contenido los ímpetus carlistas y llevó al convencimiento a los directivos del carlismo de la necesidad de acudir a las elecciones provinciales y parlamentarias previstas para los primeros meses de 1871. El duque de Madrid resolvió que concurrieran a todas ellas los carlistas, haciendo público el acuerdo el 21 de enero de 1871. A pesar de la repugnancia de muchos carlistas, sobretodo de provincias, a participar en las instituciones liberales, y de los deseos de echarse al monte, la Junta Central resolvió acudir a las elecciones, cursando para ello las instrucciones oportunas al partido.
Coaligados con los republicanos, en una alianza contra natura motivada por el enemigo común, el carlismo obtuvo los mejores resultados de su historia política –51 diputados de los 391 que componían la Cámara-, constituyendo una respetable minoría parlamentaria de la que fue nombrado jefe Cándido Nocedal. Sin embargo, dada la insuficiencia de respaldo parlamentario gubernamental, las Cortes se disolvieron poco después, sucediéndose los gobiernos relámpago y convocándose nuevas elecciones, en las que el carlismo logró 25 diputados, a pesar de los sobornos y corruptelas de Sagasta.
La base del partido, cansada de la estéril lucha política, estaba deseosa de empezar la lucha armada. Los militares estaban ocupados en organizar la conspiración, de forma que en paralelo que se presentaba a las elecciones, el carlismo y Don Carlos seguían preparando el movimiento armado[26].
Desde después del verano de 1871, un levantamiento parecía inminente. Desde San Juan de Luz y Madrid se coordinaban los esfuerzos de los distintos focos existentes en casi todas las regiones españolas. En las zonas más tradicionalmente carlistas, como Cataluña, las Provincias Vascongadas y Navarra, Aragón y Valencia, había muchos militares comprometidos con el movimiento, y las perspectivas parecían halagüeñas.
El 24 de enero se disolvieron las primeras Cortes de la monarquía amadeista, convocándose nuevas elecciones. La experiencia de 1871 volvía a repetirse, siendo esta vez la coalición entre carlistas, republicanos, alfonsinos y radicales de Ruiz Zorrilla, unidos todos en el propósito de derribar al gabinete Sagasta.
En las elecciones del 2 de abril la coalición de carlistas, republicanos y alfonsinos no consiguió derrotar al gobierno, que mejoró su control y presión electoral. Sagasta había enviado unas instrucciones secretas a los gobernadores civiles y alcaldes que eran un verdadero compendio de marrullería electoral.
Ninguno de los 35 diputados carlistas electos llegaría a sentarse en su escaño. Antes de que terminaran las elecciones al Senado, desarrolladas con todo tipo de atropellos y pucherazos -el pueblo bautizo a estas elecciones como “la de los Lázaros” por la cantidad de difuntos que votaron en ellas-, Don Carlos prendió la mecha el 14 de abril con una carta dirigida desde Ginebra al general Díaz de Rada, ordenando el alzamiento en toda España, que debería producirse el día 21 al grito de ¡Abajo el extranjero! ¡Viva España! y ¡Viva Carlos VII! Un día después, el día 15, transmitía otra orden disponiendo la retirada de los diputados carlistas.
El alzamiento se produjo en varios lugares y Don Carlos penetró en España por Vera de Bidasoa, siendo aclamado como su rey por la población. Muchos voluntarios se sumaron entonces a los jefes sublevados. Sin embargo, la precipitación en presentar la primera batalla dio lugar el 4 de mayo al desastre de Oroquieta, que estuvo a punto de costarle un desastre al propio rey, que se vio obligado a volver a pasar a Francia.
La insurrección carlista de la primavera había fracasado en el Norte y en otras partes del país, pero había prendido ya en Cataluña, donde tomó cierta consistencia, y en el Maestrazgo, donde veteranos de las anteriores guerras conseguirán mantener las partidas.
En el distrito militar de Valencia el responsable de acaudillar la insurrección era el teniente convenido, ahora brigadier, Don Antonio Dorregaray, que se lanzó a campaña el 22 de abril, saliendo de Valencia con 600 hombres que fueron batidos y dispersados en Portaceli, sufriendo numerosas bajas y resultando herido el propio Dorregaray.
Al mismo tiempo comienza el levantamiento de pequeñas partidas en el Bajo Aragón y el Maestrazgo. El gobierno teme que la insurrección se extienda, y el mismo 22 de abril se ordena a los reservistas de 1868 que se incorporen a Morella a las órdenes del Gobernador de la Plaza y Provincia[27], mientras que el capitán general de Valencia, D. Fernando del Pino Villamil, declara el estado de guerra en su distrito.
A primeros de mayo por orden del capitán general son disueltas todas las asociaciones y círculos de filiación carlista, y el Ministro de la Guerra ordena que se organicen en la provincia de Castellón dos batallones de voluntarios, de seis compañías cada uno.
El Alcalá, donde los fervores tradicionalistas eran particularmente intensos, en la noche del 5 de Junio de 1872 se levantó una partida de quince hombres, a las órdenes de Pascual Cucala y Vicente Bou, ayudados por la Junta Carlista del pueblo, presidida por José Vela, que al grito de ¡Viva Carlos VII! proclamaron solemnemente en la plaza a Carlos VII como rey legítimo. Rompieron los aparatos del telégrafo para evitar las comunicaciones oficiales, y salieron del pueblo dirección a Cuevas de Vinromá para reclutar voluntarios, donde serían dispersos dos días más tarde por las columnas lanzadas en su persecución.[28]. Cucala y los carlistas de Alcalá se adelantaban así a Francisco Vallés, primer Comandante General del Maestrazgo, que inició el movimiento pocos días después en el término de Tortosa[29]. Vallés era hombre de gran prestigio en el país. Contaba cincuenta y dos años y había luchado en la primera guerra en uno de los batallones de Tortosa con el empleo de capitán de cazadores. Cucala, por su parte, era propietario de una ganadería de toros y agricultor, contaba 56 años y en su juventud había luchado como simple voluntario en el ejército carlista de Cabrera y había sido, como dijimos, candidato carlista en las primeras elecciones tras la Revolución de septiembre de 1868.
Tras las el fracaso del alzamiento en el territorio vasco-navarro y el escaso éxito de la insurrección en la zona Centro, el movimiento se considera fracasado y el 23 de agosto el brigadier Villalón, Gobernador Militar accidental de la provincia, por orden del capitán general, levanta el estado de guerra, a pesar de la actuación de las partidas de Cucala, Segarra, Polo y Panera que se dedicaban a hostigar a las pequeñas guarniciones y puestos de la Guardia Civil con objeto de apoderarse de sus armas y municiones.
En el mes de septiembre una partida catalana de 40 hombres mandada por Bou, a la que se unen 40 voluntarios más, cruza el Ebro por el puente de Tortosa y recorre los pueblos del norte de la provincia cortando el telégrafo, siendo finalmente batidos cerca de Ulldecona.
Cucala por su parte interrumpe las comunicaciones de ferrocarril en Alcalá, para impedir la llegada de tropas gubernamentales, y con 50 hombres ataca los puestos de la Guardia Civil de Cuevas de Vinromá, Cabanes y Albocacer para tratar de hacerse con las armas y dinero que necesitaban para la subsistencia de su partida, destruyendo también el telégrafo para obstaculizar la transmisión de informaciones sobre sus movimientos. La persecución de que fue objeto le obligó, sin embargo, antes de final del mes a adentrarse en Cataluña.
Las insurrecciones republicanas del mes de octubre obligaron al gobierno a concentrar las tropas en las cabeceras de distrito, lo que aprovecharon las partidas carlistas para recuperar libertad de acción. Cucala volvió al Maestrazgo y el día 14 de octubre entra en San Mateo con sólo 15 hombres, cortando el telégrafo e interceptando la correspondencia oficial. Después prosigue su marcha recorriendo los pueblos y llegando hasta Borriol, a sólo 9 km de Castellón, en donde es interceptado por fuerzas salidas de la capital. En vista de ello, Cucala retrocede hacia el interior de la provincia y da a sus hombres permiso para que se vayan a mudar la camisa.
A finales de octubre la partida de Cucala se reagrupa y unido a las fuerzas de Sisco recorre la comarca entre San Mateo y Morella, sorprendiendo en La Pobleta a un convoy del batallón de Alba de Tormes que se dirigía a Morella desde Monroyo. El teniente que mandaba el convoy resultó herido y los carlistas hacen prisioneros a los soldados y se apoderan de sus armas, pero tienen que retirarse al saber que una columna del ejército y voluntarios de Morella salían en socorro de sus compañeros del Alba de Tormes.
Cucala continua recorriendo con su partida el norte castellonense y los límites del Bajo Aragón, tanto por los puertos de Beceite como por la Tinanza de Benifazar.
El 17 de noviembre el gobierno llama a 40.000 quintos a filas, lo que produjo un gran descontento. Muchos mozos prefirieron incorporarse a las filas carlistas, formándose nuevas partidas al mando de Barrero, Charelo, Coqueta y otros, como Felipet El Fideuer, que había formado una partida con los quintos y paisanos de Chert, Traiguera, Coves, La Jana y San Jorge, cuyas fuerzas ascendían a 50 hombres.
A mediados de noviembre Cucala es sorprendido en Fredes, teniendo que refugiarse en los puertos de Beceite.
El 1 de diciembre Agustín Pascual, alias Coqueta, proclamó a Carlos VII en Alcalá de Xivert al frente de unos 35 hombres. Ese mismo día la partida de Cucala entró en Alcalá. Si combinamos el interesante y poco conocido relato titulado “La insurrección Carlista de 1872”, debido a la pluma de Luís Rodríguez Arismendi y llevado a la imprenta ese mismo año, con lo conocido por otras fuentes, lo sucedido en Alcalá fue lo siguiente:
Sabía Cucala que había en el pueblo un destacamento de carabineros que no pudo marchar con dos compañías a Cervera. El destacamento estaba mandado por el comandante Padín, y formado por 74 hombres, que habrían quedado en el pueblo para controlar el manifiesto espíritu procarlista que existía en la población. Los soldados estaban distribuidos 10 en la torre de la iglesia y el resto en la casa del ayuntamiento.
Poco después de las cuatro de la tarde, Cucala entró en Alcalá procedente de Cuevas de Vinromá dando vítores a Don Carlos y sus vivas fueron entusiastamente secundados por el vecindario, que como día festivo se hallaba desparramado por las calles; el objetivo de los carlistas era que la guarnición les entregara las armas, pero los carabineros contestaron a aquellos vivas con descargas desde la torre de la iglesia y la sala capitular. Los proyectiles disparados por aquellos dieron en gente indefensa que se hallaba cerca de los carlistas, y resultó muerto un hermano del jefe de la partida, llamado Roque, y otro forastero, que estaban conversando con otros amigos en la Plaza de Valencia, y además otros dos heridos, personas pacíficas que nunca habían tomado las armas. Fue verdaderamente digno de notarse que no hubieran de lamentar los vecinos más desgracias cuantas tantas podían haber ocurrido, pues eran muchos los niños y las mujeres que se hallaban en la plaza.
Los carlistas hubieran podido ocupar la casa del marqués de Villores, cuyas ventanas dan frente al sitio ocupado por los amadeistas, y sin embargo desistieron por no ocasionar disgustos a la familia que les suplicó que no adoptaran aquella medida.
A las cinco de la tarde, reforzados por los vecinos del pueblo levantados en armas por Coqueta, los hombres de Cucala abrieron fuego contra los carabineros, al que éstos contestaron desde las dos posiciones que ocupaban. Viendo los carlistas que no se rendía la guarnición, trataron de incendiar la torre campanario y el ayuntamiento, pero lo impidió una sección de carabineros que salió de éste y que consiguió hacer retroceder a la avanzada carlista. Media hora después los carlistas volvieron al ataque con renovado brío, pero advertido Cucala de la llegada del tren hacia las ocho y media de la noche, que procedía de Vinaroz y conducía al teniente general Gabriel Báldrich, a su estado mayor y cuatro compañías de cazadores de las Navas, empezó a reirarse con toda su gente.
Al parar el tren en la estación y advertidos de lo que estaba pasando, el general Báldrich dio orden de que dos de las compañías que le acompañaban, al mando del comandante Antonio Dabán, penetraran en el pueblo, mientras que las restantes quedaban en la estación para acudir a los puntos de mayor resistencia.
Al haberse ya echado encima la noche y empezado a llover, la llegada de aquellos refuerzos no fue advertida por los que se defendían de los carlistas, sino que creyendo que eran nuevos enemigos, dispararon sobre ellos, con lo que aumentó el fuego en la plaza de la iglesia, donde algunos carlistas habían permanecido hostigando a los carabineros hasta que se retiraron por completo al notar la llegada de la tropa.
Además de los heridos que habían quedado sobre el terreno, la tropa procedió inmediatamente a registrar el pueblo en busca de carlistas, haciendo 17 prisioneros.
Cucala sintió un gran dolor por la muerte de su hermano Roque, aumentando en él el deseo de vengarla en la primera ocasión que tuviera de volver a encontrarse frente a frente con sus enemigos. Por su parte, la población de Alcalá quedó indignada por los atropellos cometidos por las tropas de Báldrich, acentuándose aún más sus simpatías con la causa insurgente[30].
Pocos días después, el 9 de diciembre de 1872, Cucala, como jefe más antiguo, reunió en San Mateo a las partidas que operaban en el Maestrazgo, y creo un batallón carlista, integrado por cinco compañías, que puede considerarse el comienzo de la organización regular del Ejército Real en el Maestrazgo.[31] Al día siguiente entró en Cervera, donde –según un testimonio de la época- salió a recibirle el ayuntamiento y el clero y fue aclamado por la población[32]. Junto a Cucala marchaban Agustín Pascual Coqueta y el joven Arbolero, los tres montados en vistosos caballos. Las compañías de voluntarios del flamante y recién creado 1er Batallón del Maestrazgo las mandaba Pascual Villalonga, secretario y rico propietario de Cuevas de Vinromá, que gozaba de gran prestigio en el país. Iba también con ellos Ramón Vilauroz, de una de las familias más conocidas de San Mateo, Blas Pelegrín y Felipet El Fideuer, de San Jorge, que se había unido con sus hombres a Cucala. Los carlistas se dirigieron a la plaza, donde dieron vivas a Don Carlos y a la Religión, alojándose después Cucala y sus ayudantes en casa de los señores Cervera, donde se reunieron con los mayores contribuyentes que les entregaron ciento cincuenta duros y algunas armas. En la madrugada del día siguiente las fuerzas de Cucala salieron para San Jorge y Cálig, marchando después hacia Alcanar, donde supieron que nuevas partidas se habían levantado en San Mateo y Ares y que una nueva remesa de jóvenes de Tortosa se había incorporado a las fuerzas de Vallés.
La insurrección no termina a pesar de todo de generalizarse, y el 11 de diciembre el Gobernador Militar de la Provincia, Vicente Villazón, acuerda desde Morella conceder indulto a los carlistas que se presenten con las armas.
El 13 de Diciembre Cucala se dirigió al puente del ferrocarril que hay sobre el río Seco, entre Torreblanca y Alcalá, y saboteó las vías, escondiéndose en las inmediaciones. Al llegar el tren, el maquinista lo detuvo antes de llegar al puente. Entonces aparecieron los carlistas y obligaron a bajar a todos. Gracias a la intercesión del cura de Alcanar, uno de los viajeros, salvaron su vida todos, especialmente el maquinista, a quien Cucala quería fusilar para escarmiento de los que desatendían su prohibición de que circularan trenes por la zona en la que afianzaba su dominio[33]. Los empleados de los ferrocarriles fueron hechos prisioneros en la sala capitular de Alcalá y las vías fueron destrozadas.
La destrucción de las vías férreas por los carlistas había llegado a tal extremo en todo el país, que la prensa llegó a publicar por aquellos días una orden de Don Carlos para que no se impidiera la circulación de trenes a no ser que llevasen tropas, pues las empresas se dirigían a las autoridades indicándoles que suspenderían la circulación de los trenes si continuaba en aquél estado el país.
Pocos después los 500 hombres que forman ya el 1er batallón del Maestrazgo de Cucala se concentran en Benasal con los 70 hombres de la partida de Polo, con la intención de marchar juntos hacia la costa. Sin embargo son interceptados el día 19 de diciembre en Villar de Canes por tres compañías del batallón de Cazadores de Barcelona y una columna de la Guardia Civil, lo que les obliga a dispersarse, los de Cucala hacia el Mijares y los de Polo hacia Castellfort.
Con el fin de establecer un mando conjunto para la lucha contra la insurrección carlista, el general García Velarde, Gobernador Militar de Zaragoza, es designado para el mando conjunto de las fuerzas de Teruel y Castellón, estableciendo su Cuartel general en Morella, pero antes de poder poner en marcha un plan a los pocos días es designado capitán general de Valencia y parte hacia su nuevo destino.
Por estas mismas fechas D. Joaquín Ferrer, natural de La Galera, persona de gran prestigio y que había sido segundo jefe de la Compañía de Miñones del general Cabrera, se une a la rebelión y se hace cargo de todas las fuerzas carlistas de la zona. El sur tarraconense era recorrido también por el comandante general carlista de la provincia, Francisco Vallés, que al frente de los quinientos hombres entró en Perelló, mientras que su segundo Tallada –que era hijo del brigadier carlista Antonio Tallada, muerto heroicamente en la primera guerra- lo hacía en la ermita de la Providencia, cerca de Tortosa.
Ante la proximidad de las Navidades, los liberales, con el fin de desalentar a los partidarios de Don Carlos, hicieron correr la noticia de que Cucala había sido hecho preso en Castellón con toda su partida. El jefe carlista, consciente de ello, tras dejar a sus voluntarios que fueran a pasar con sus familias las Pascuas y mudarse la camisa, les reunió en Adzaneta y marchó hacia Alcora, donde fue recibido con extraordinario entusiasmo, siguiéndole en tropel hasta su alojamiento y concentrándose después delante de la casa, obligándole a que saliera al balcón para aclamarle. Se organizó baile en la plaza y el pueblo improvisó una fiesta para agasajar a los voluntarios carlistas.
Después Cucala regresó a Alcalá, después de inutilizar de nuevo las líneas férreas y telegráficas, desde donde el día 31 de Diciembre salió a Torre Endomenech, donde le sorprendió una columna amadeista de unos 600 guardias civiles. Cucala partió entonces con sus hombres hacia Benlloch.
La vida para las partidas carlistas –que en conjunto movilizaban en la zona del Maestrazgo unos mil hombres- distaba de ser fácil, faltas de todo lo necesario para su sostenimiento y perseguidas de continuo por las tropas del gobierno.
El 9 de Enero del nuevo año de 1873 las facciones de Ferrer, Cucala y Panera, que se encontraban descansando en Peñarroya (Teruel) son sorprendidas por tres compañías de carabineros que les obligaron a dispersarse después de dejar 30 prisioneros, que fueron conducidos a Morella, así como caballos y pertrechos, aunque, como en tantas otras ocasiones, el resultado de la acción varía mucho despendiendo de la procedencia de las fuentes.
El 12 de enero, las fuerzas mandadas por Cucala, compuestas por unos 300 hombres, tuvieron un nuevo encuentro con tropas gubernamentales en Las Cuevas de Vinromá. Ante la llegada de la columna enemiga, los carlistas salieron de la plaza, donde estaban formados, y se emboscaron en un olivar cercano al pueblo con objeto de resistir el ataque, que acabó con la retirada de los carlistas monte arriba.
Tras estos encuentros en los que las partidas carlistas sufrían su inferioridad de fuerzas y falta de armas, muchos voluntarios, desalentados, se acogieron al indulto ofrecido por Villalón, mientras que otros, como Cucala, pasaban el Ebro para incorporarse a las fuerzas que combatían en Cataluña, donde la insurrección había cobrado más cuerpo.
Ello hizo que a finales de enero volviera la calma a la provincia y que oficialmente se diera por terminada la rebelión.
Sin embargo, los vientos de la historia se encargarían de reactivar las pavesas. El 11 de febrero de 1873 se produjo la abdicación de Amadeo I y la solemne proclamación de la I República[34], nombrándose al mismo tiempo un gobierno ejecutivo con Estanislao Figueras como presidente. Dos años había durado Amadeo como rey, durante los que el pueblo, atraído por las causas extremas, republicanismo y carlismo, no se sintió identificado con el monarca y lo consideró como un rey intruso.
Con la República la situación política entró en un rápido proceso de deterioro. La inestabilidad de los gobiernos, las insurrecciones federalistas en muchas ciudades, la indisciplina militar y las luchas partidistas condujeron rápidamente a la más completa anarquía. El cantonalismo destrozaba la unidad nacional; ardían pueblos enteros; la soldadesca asesinaba a sus jefes, y cuatro insensatos desde la esfera del poder escupían a lo más sagrado. Todo ello no hizo más que atizar el fuego de la guerra carlista, que cobró desde entonces nuevo impulso.
La noticia del cambio de régimen produjo verdadero júbilo al Pretendiente carlista, que confiaba en que la marcha de su primo le acercaría más al Trono de San Fernando. Para estar preparado para aprovechar cualquier oportunidad, Don Carlos se refugió en un castillo entre Toulouse y Tarbes, cerca de la frontera española, desde donde podía estar tanto cerca del frente catalán, donde la guerra se extendía rápidamente, como del vasco, donde la campaña empezada por Dorregaray cogía desde la caída de la monarquía amadeista nuevos bríos.
El 16 de julio Don Carlos, montado en un brioso corcel y con uniforme de capitán general, hizo su entrada en España entre el resonar de las campanas de Zugarramundi que le daban la bienvenida y una población enardecida que le aclamaba.
El nieto de Carlos V representaba la esperanza de la monarquía católica y tradicional que restaurara el orden y la patria en un momento, aquél verano de 1873, en que se vivía la época más bochornosa de la historia de España. Según el juicio del propio Castelar, presidente de la República, hubo días en que se creía totalmente disuelta la nación: Galicia quería constituirse en un país independiente bajo protectorado inglés; Jaén se aprestaba a declarar la guerra a Granada; en el fuerte de la Galera, en Cartagena, se alzaba la bandera turca y su escuadra sublevada bombardeaba Almería y Alicante y el 3 de agosto declaraba la guerra a Prusia.
Durante la guerra Alcalá de Xivert, “pueblo totalmente enemigo”, como fue motejado por el general Gobernador Militar de Castellón en uno de sus partes al capitán general de Valencia[35], fue, como los demás pueblos, alternativamente ocupado por contingentes de uno y otro bando en liza.
No es este el momento de narrar pormenorizadamente los hechos más notables de la campaña carlista 1872-75 en el Maestrazgo, ni los avatares que jugó en ellos la villa gaspatxera ni su hijo más destacado en aquellos acontecimientos, Don Pascual Cucala, que llegaría en la contienda a lucir los entorchados de brigadier. A él se han dedicado muy recientemente páginas en la revista Mainhardt, a cargo de las destacadas plumas de Ferrán Grau, Vicens Albalat, Aureli Puig y otros, que unidas a la excelente monografía de Vicente Meseguer “Carlismo y los Carlistas de Alcalá de Xivert”, me eximirán de repetir lo que allí puede leerse.
Solamente quiero, por mi parte, destacar dos o tres aspectos:
El primero es que durante toda la guerra Alcalá hizo gala de un extraordinario compromiso con la causa carlista, hasta el extremo, según Pirala, de que el pueblo de Alcalá tenía 450 voluntarios enrolados en el Batallón que mandaba Cucala, que llevaba como comandantes a su hermano Francisco –recordemos que su hermano Roque había muerto antes luchando-, sus hijos Francisco y Bautista, y como oficiales a una mayoría de hijos de Alcalá. También el Batallón de Vallés incorporaba a muchos alcalainos, como el coronel Vicente Bou, Agustín Mañes y otros[36]. El nada sospechoso Cuerpo de Estado Mayor del Ejército describió a los vecinos de Alcalá como “partidarios de Don Carlos en su mayoría”.[37]
El segundo se refiere a la honestidad y lealtad a la Causa de la figura de Pascual Cucala, que fue en su día objeto de variadas acusaciones y calumnias que es preciso refutar para siempre. De él dice Vicente Meseguer que al empezar la guerra “se le tenía como hombre honrado y de reconocido prestigio, y estaba dotado asimismo de una especial aptitud en el trato con la gente de este país”, y el Barón de Alcalahí señala que se convirtió en el verdadero ídolo de sus guerrilleros alcanzando tanta popularidad entre los carlistas de todos los pueblos “que siempre era recibido en ellos con muestras de entusiasmo delirante”, a lo que el escritor Ciro Bayo, que sirvió en el ejército carlista del Centro, añadió que “era tan popular que las viejas cortaban las cintas de las alpargatas que tiraba para guardarlas como reliquias.
Ciertamente la disciplina a los mandos militares de guante blanco, que poco a poco se fueron haciendo con el mando del Ejército del Centro, no fue el punto fuerte de Cucala, pues su carácter tenía esos rasgos de independencia, autonomía y heterodoxia en la forma de entender el mando que suelen ser característicos de los buenos guerrilleros. Ello le causó problemas con el general Álvarez –jefe de la división del Maestrazgo- y con Velasco, Lizárraga, y Dorregaray, sucesivos comandantes generales del ejército carlista del Centro.
En el tramo final de la guerra Cucala fue apartado del mando de su brigada por parte del general Dorregaray, que le destinó al cuartel general de la comandancia general del ejército del Centro, que estaba entonces en Cantavieja. Más tarde cuando dicho atravesó el Ebro tras la batalla de Villafranca del Cid, poniendo fin a la guerra en el Maestrazgo, Cucala marchó por Andorra y Francia a Estella para presentarse a Don Carlos y ofrecerle volver a promover un nuevo levantamiento en el Maestrazgo. Sin embargo, por las acusaciones de Dorregaray y de su jefe de estado mayor, el brigadier Oliver, se le formó expediente y estuvo detenido en Tolosa, hasta que desdiciéndose de sus cargos sus acusadores, fue rehabilitado y nombrado Comandante General de Aragón y el Maestrazgo, si bien la entrada en Francia de Don Carlos, con la que concluía la guerra, dejó este nombramiento sin efecto.
Las insinuaciones que se habían hecho contra Cucala eran falsas, como quedó probado en la resolución favorable de la causa abierta contra él. Entre ellas había estado la de entenderse con el enemigo, lo que probó ser una mera calumnia fomentada por los propios liberales. Así quedó claro con la publicación en El Cuartel Real, periódico oficial de la corte de Don Carlos VII impreso en Tolosa, en el número 91 de 7 de agosto (de 1875), de la siguiente nota, que quiero reproducir entera por ser poco conocida:
“El brigadier Cucala, de cuya lealtad habían hablado insidiosamente algunos periódicos liberales, nos ha remitido una nota detallada de los innumerables ofrecimientos que el enemigo le ha hecho durante su larga y honrosa campaña para obligarle a presentarse con sus fuerzas.
A raíz de la acción de Ares, con motivo del bloqueo de Morella, el general republicano Palacios comisionó a Don Ignacio Vidal y al llamado “Vínculo de Ares”, los cuales ofrecieron en nombre de aquél al señor Cucala la cantidad de tres millones de reales si se entregaba con las fuerzas a su mando.
Posteriormente la hermana del mismo señor Vidal fue con una comisión semejante, y después con el mismo objeto, se presentaron al Sr. Cucala Don Juan Bautista Ferrer, de Torreblanca, y don Andrés Bretón, de Benicarló, este último mandado por el gobernador militar de Vinaroz.
La contestación del Sr. Cucala fue siempre que él era de los primeros que se habían levantado en armas por Carlos VII, y que sería el último que las abandonase.
Después de estas cosas ocurrió que un jefe liberal de Amposta prometió al Sr. Cucala entregarle aquella plaza mediante la cantidad de cuatro mil duros. Recibió esta suma el liberal consabido, y cuando el brigadier Cucala se acercó con sus fuerzas a Amposta, fue recibido a cañonazos por el traidor que providencialmente pagó allí con su vida su traición.
Resentido y con harta razón el brigadier Cucala por esta vileza, se propuso tomar venganza en la primera ocasión que se le presentara. Y en efecto, poco antes de que nuestro Ejército del Centro hiciera su expedición a la provincia de Huesca y Cataluña, recibió el brigadier Cucala una carta del conocido banquero de Valencia Don José Campo, autorizada por el gobernador señor Candileja, carta cuyo original hemos visto nosotros, en la cual se le prometía al referido brigadier un millón de reales y el reconocimiento de sus grados si entregaba las fuerzas de su mando.
El señor Cucala creyó que la ocasión era propicia para tomar la revancha de lo de Amposta, y pidiendo la debida autorización al general Dorregaray, en Lucena comenzó las negociaciones para recibir el millón y utilizarlo, naturalmente, en beneficio de la Causa. Hallabanse en este punto las cosas, cuando el general Dorregaray determinó marcharse a Huesca y Cataluña, y las negociaciones no pudieron continuar.
Tal es el relato que el brigadier Cucala nos remite y que nosotros publicamos con el mayor gusto”[38].
También quiero destacar, y este es el tercer y último aspecto al que me refería, la importancia de Pascual Cucala en el origen de la última insurrección carlista en el Maestrazgo, pudiéndose afirmar, en palabras del Conde Melgar, que “a él se debió en parte principalísima, por no decir exclusiva, el alzamiento del Centro”[39]. Es en este sentido, más que en otros que se han propuesto, en el que me parece adecuado considerar a Cucala “un segundo Cabrera”, pues al igual que en el caso del tortosino en el levantamiento de 1833, sin Cucala la insurrección de 1869 y72 se hubiera sofocado sin llegar a prender, como lo acabaría haciendo, en todo el territorio del Maestrazgo.
Al terminar la guerra Pascual Cucala cruzó la frontera como otros miles de exilados carlistas y se instaló con su hermano Francisco, Severino -de Las Cuevas de Vinromá- y Bolet, en una casa de campo a las afueras de Mombeton, en el Rosellón francés, residiendo después en Port Vendress, población costera situada a sólo unos kilómetros de la frontera española, donde se dedicó al comercio de vinos. El 31 de enero de 1892, tres días después de sentirse gravemente enfermo y de escribir su última carta felicitando por su onomástica al Infante Don Alfonso, el que fue su comandante general del Ejército Carlista de Cataluña y el Centro en 1875, falleció aquejado de un cáncer.
La noticia de la muerte del legendario caudillo causó una honda consternación entre los vecinos de Alcalá, donde sus hijos Bautista y Francisco Cucala Roca mandaron celebrar un solemne funeral al que acudió en masa casi todo el pueblo. El Infante Don Alfonso, hermano de Carlos VII y primer comandante general de las huestes catalanas y del Centro en la guerra, que sintió siempre un sincero aprecio por el jefe carlista y con quien había mantenido afectuoso trato desde entonces, escribió una sentida carta de pésame a su hijo Bautista, en la que calificaba a Pascual Cucala de “el héroe más leal, más sumiso, más humilde y desinteresado que se pudiese encontrar, un entero modelo de jefe carlista”[40].
[1] Vicente Meseguer Folch, “Carlismo y Carlistas de Alcalá de Xivert” pag 168.
[2] Fr. José Rocafort, Libro de las Cosas Notables. Editorial E. Codina pag 257.
[3] V. Meseguer, op. cit pag 70.
[4] Vicente Meseguer: El Carlismo en el Maestrazgo. La pacificación de la comarca en 1844. Pag 31
[5] Idem, “Carlismo y Carlistas de Alcalá de Xivert” pag 95.
[6] Begoña Urigüen, pag 280.
[7] Al parecer la primera en aclamar al jóven príncipe como rey fue Rosa Sobradiel, esposa del Conde de Fuentes, durante el banquete que tuvo lugar en un hotel de Londres antes de la reunión. A. de Sagrera, pag 179.
[8] Don Carlos y sus colaboradores se ocuparon de allegar recursos económicos por medio de empréstitos y donativos, empezando por solicitar ayuda del duque de Módena, el conde de Chambord y los legitimistas franceses. El dinero era imprescindible para comprar armas y municiones para su introducción en España. Pero ni las cartas ni los mensajeros obtuvieron en general y salvo excepciones, otra cosa que buenas palabras. Los proyectos de obtener créditos fracasaban todos los días por la imposibilidad de dar las garantías que se solicitaban: unos exigían la firma del duque de Módena, otros la hipoteca de la dote de Doña Margarita y otros el depósito en papel del valor equivalente. El resultado es que no se disponía de un franco para pagar las armas, municiones y vestuario que se habían empezado a contratar e incluso marchaban ya hacia la frontera, con lo que los contratistas se negaban a su entrega mientras no se procediera al pago. Merced a donativos del duque de Módena, un legitimista francés y otros, se consiguieron 600.000 francos, pero pronto desparecieron haciendo frente a los compromisos más perentorios.
[9] Para activar los preparativos del próximo alzamiento, se constituyó una comisión militar que presidía el teniente general Díaz de Cevallos, con los generales Elío, Algarra y el coronel Alcalá del Olmo, para atender a la adquisición de armamento, equipo, municiones y suministros de todo tipo.
[10] Begoña Urigüen, pag 323
[11] Los 25 escaños catolico-monárquicos se alcanzaron merced a 120.000 votos, según José María Fauró, de un total de 3.801.071 personas que componían el número de electores. Los monárquico-demócratas del partido gubernamental obtuvieron 236 escaños, y 85 los republicanos. De los 25 escaños, sólo 23 llegaron a ser ocupados, ya que Aparisi marchó a París en Enero de 1869 y a Muzquiz le fue discutida su acta. Ver Begoña Urigüen, pags 324 y 327.
[12] El general D.Juan de Dios Polo y Muñoz de Velasco -casado con Juana Calderón y, por tanto, cuñado de Cabrera, y que como recordaremos se había acogido a la amnistía de 1848 y había obtenido el reconocimiento del grado de brigadier -, había sido nombrado por el Comisario de D.Carlos como Comandante General de la Mancha y Extremadura con el grado de mariscal de campo.
[13] Manuel Salvador Madre, pag 35 y 36.
[14] Entre los sublevados en Alcalá que marcharon bajo el mando de Vallés se encontraban el propio alcalde de Alcalá de Xivert y su criado. Respecto a Vicente Bou Martorell, participó en la revolución de La Gloriosa con los liberales. Sin embargo, posteriormente se uniría a los carlistas de Vallés y participaría en la última guerra con el grado de comandante. Murió en Alcalá en Febrero de 1915. Por su parte, Agustín Pascual Pedra, alias Coqueta, era sastre de profesión, y jefe de los guardas de los montes de Alcalá, por lo que disfrutaba de gran aprecio de sus convecinos. Hizo la campaña durante la última guerra al lado de Cucala, como responsable de Caja del Batallón, con el grado de capitán. Fue consuegro de Pascual Cucala, al contraer matrimonio su hija con un hijo de éste. Falleció en la calle de la Palma de Alcalá de Xivert el 26 de Junio de 1887. (Datos de V. Meseguer, op. cit. pag 148 y 163).
Agradezco a mi amigo Cristóbal Castán, de Benicarlo, la fotografía que me proporciona sobre los sublevados de Alcalá.
[15] Estanislao Kostka, pag 15; y V. Meseguer, idem pag 103.
[16] Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, Tomo 1 pag 356-361)
[17] Archivo Municipal de Benicarló, acta de la sesión del 15-8-1869.
[18] A.M.B., acta de la sesión del 5-09-1869, en ella se hace referencia a los gastos ocasionados en la salida que en “persecución de la facción” realizaron tropas y voluntarios de Cálig y Benicarló : “(...) el Ayuntamiento enterado(...) acordó: que se satisfagan los 412 reales [ y] 32 céntimos importe de los gastos ocasionados en las salidas de los días 26 de agosto último y 1º del actual con cargo al capítulo de imprevistos del presupuesto municipal (...)”
[19] Los fusilamientos de Montealegre ocupan un lugar destacado en el martirologio carlista. Juan Llofrin Sotomayor, que no era carlista, fue testigo de los hechos, y dejó escrito un testimonio veraz sobre los mismos en la carta que dirigió al periódico La Igualdad el 7 de Agsoto de 1869. Entre los fusilados, a los que no se concedió ni la confesión que reclamaban, se encontraban dos muchachos que aún no habían cumplido diecicocho años, y un guardia forestal del pueblo, que era retrasado mental. La carta publicada en La Igualdad se encuentra recogida en el libro del Vizconde de la Esperanza, La Bandera Carlista en 1871, pag 354 y ss. La responsabilidad de los asesinatos de Montealegre pesa sobre el coronel Casalís, y fue aceptada también por el general Prim en pleno Parlamento.
[20] La ejemplar muerte de Balanzátegui y la conmovedora carta de despedida a su esposa constituyen uno de los uno de los epidsodios más admirables de la historia martirial del carlismo. Vale la pena leer este testimonio emocionante, recogido, entre otros lugares, por el Vizconde de la Esperanza en la mencionada obra, pag 360 y 361.
[21] W. Bollaert, pag 463.
[22] Polo y los carlistas deportados permanecerían en su destierro algo menos de un año y medio. En diciembre de 1870 salió de Manila para las Islas Marianas el barco español Shanghay, adelantando su viaje bianual para recoger a los desterrados allí. Su regreso era posible gracias al indulto decretado por acuerdo del Consejo de Ministros y la comisión permanente de las Cortes Constituyentes. Altar y Trono, Año II, Tomo IV, 13 Febrero 1871.
[23] José María Fauró, pag 34 y ss.
[24] Los dos diputados carlistas elegidos entre ambas convocatorias fueron Luis María Llauder y Valentín Gómez.
[25] Según testimonio del conde de Benalúa en sus Memorias, Tomo I, pag 76, Prim había estado en tratos con el duque de Sexto y con la reina Isabel para ayudar a la Restauración, con la condición de que él mismo fuera regente del Reino. Su acercamiento previo a Don Carlos ya lo hemos descrito en otro lugar, lo que parece probar que Prim jugó a prácticamente todas las cartas.
[26] M.Ferrer, Tomo XIII pag 101
[27] Aunque la Comandancia General del Maestrazgo había sido ya suprimida, al residir el Gobernador Militar de la Provincia en Morella, por inercia, sigue empleándose esta denominación en muchos boletines de la provincia cuando se hace referencia a asuntos militares.
[28] Idem, Tomo 12 pag 31. La fecha del levantamiento de Cucala y sus compañeros aparece errónea en varias fuentes, por ejemplo en los libros de Pirala y de Un Emigrado del Maestrazgo, de donde el error pasa a otras publicaciones. También el número de participantes en el levantamiento es impreciso. Mientras algunos autores, como la fuente que seguimos nosotros, hablan de unos cincuenta, otros dan un número cercano a la decena. V.Meseguer aporta un documento judicial en el que se cita a once vecinos de Alcalá con nombres y apellidos, cuatro de Torreblanca y otro de Valencia como involucrados en la rebelión.
[29] José Ruiz de Lihory, pag 65.
[30] Rodríguez Arismendi, Tomo 2 pag 1015
[31] Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, Tomo 12 pag 51 y Estanislao Kostka, pag 40.
[32] Rodríguez Arismendi, Tomo 2 pag 1038.
[33] Estanislao Kostka , pag 45.
[34] La Républica contó con 258 votos a favor contra 32 abstenciones.
[35]Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, Tomo 12 pag 54.
[36] Vicente Meseguer, “Carlismo y Carlistas de Alcalá de Xivert” pag 121.
[37] Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, Tomo 12 pag 109.
[38] José Navarro Cabanes: “Apuntes bibliográficos de la Prensa Carlista” pags 95 y 96
[39] Citado por Barón de Artagán, Bocetos Tradicionalistas, pág. 216.
[40] Citado por V. Meseguer, pág. 144.
Alcalá sobresalió por su fidelidad a la monarquía tradicional frente las ideas liberales importadas de la Revolución Francesa. Durante todo el siglo XIX, en el que su población no bajaba de 5.000 habitantes, proveyó numerosos hombres al carlismo que luchó por la bandera de la Religión, la Patria, los Fueros y el legitimismo monárquico. Su fidelidad a la Tradición se mantuvo durante el primer tercio del siglo XX, en el que la mayor parte del tiempo estuvo regido por alcaldes carlistas, mantuvo un pujante Círculo Tradicionalista y fue escenario de importantes actos y concentraciones o “aplecs”. En palabras de Vicente Meseguer, al finalizar su monografía sobre el carlismo xivertense, Alcalá “nutrió de voluntarios a las tropas carlistas de todas las guerras, y llegó a convertirse en la quintaesencia de la Tradición monárquica y religiosa”.[1]
Los alcalainos o “gaspatxers” tuvieron una importante actuación ya en la “Guerra contra el Francés” y en la lucha de los realistas contra el Trienio Constitucional. Guillem Cherta formó una partida realista, y natural de Alcalá de Chivert era también el Rvdo. Vicente Cortés, religioso de la comunidad de Franciscanos de la villa que junto con treinta o cuarenta jóvenes a su mando dirigió igualmente una partida realista durante el Trienio[2].
Alcalá proporcionó un importante contingente de Voluntarios Realistas que marcharon a Morella e iniciaron la sublevación en el Maestrazgo, en noviembre de 1833, formando, junto con los realistas procedentes de Villarreal, uno de los batallones en que quedaron inicialmente organizados[3].
Tras el levantamiento inicial, durante la primera Guerra Carlista Alcalá dio un respetable número de hombres al ejército de Don Carlos. Quizás el más destacado fue Vicente Perciva, hijo del médico de Alcalá de Xivert, que hizo la guerra con Cabrera, primero organizando las facciones del Chelva y después combatiendo a las ordenes de Domingo Forcadell y llegando a jefe de Estado mayor de La Cova con el grado de teniente coronel. Su muerte se produjo en el verano de 1837, al ser sorprendido en casa de su madre en Alcocebre por una pequeña columna de soldados que hacían el trayecto de Castellón a Peñíscola por la orilla del mar, para evitar adentrarse por el territorio que entonces controlaban los carlistas.
Terminada la guerra en el Maestrazgo con el paso a Francia de Cabrera y su ejército en Julio de 1840, algunos jefes y combatientes se negaron a exilarse, prefiriendo permanecer escondidos con la esperanza de promover, cuando las circunstancias lo permitieran, un nuevo levantamiento. Uno de estos cabecillas fue Bautista Marzal Martí, natural de Alcalá, quién durante los años 1843 y 1844 formó una partida, integrada en su mayor parte por vecinos del pueblo, que trajo en jaque a las tropas del gobierno. Cuando en 1844 el general Villalonga llegó al Maestrazgo dispuesto “a exterminar a las gavillas de latro-facciosos” valiéndose de cualquier medio, Marzal fue capturado en la playa de Alcocebre el 29 de Mayo de 1844, siendo conducido a Alcalá, donde fue fusilado en el acto, para más escarnio en la misma puerta de la casa de su madre, en la calle San Nicolás.[4]
A pesar de este luctuoso incidente, durante el período entre 1844 y 1853 el consistorio municipal estuvo continuadamente regido por los carlistas, que contaban con el apoyo de la inmensa mayoría de la población.[5]
Esta fidelidad a la causa del Altar y del Trono, expresada en el cuatrilema de Dios, Patria, Fueros y Rey, volvió a ponerse de manifiesto en el convulso período que siguió a la Revolución de 1868 que destronó a Isabel II y sumió a España a unos de esos períodos de caos y anarquía tan frecuentes en nuestro siglo XIX. A ese período dedicaré principalmente mi intervención, pues en ella el protagonismo de Alcalá fue reforzado por la notoriedad y el papel de uno de sus hijos, el brigadier Don Pascual Cucala, que alcanzaría fama legendaria durante lo que en Cataluña y Valencia se conoce como la Tercera Guerra Carlista (segunda cuando se habla del carlismo vasco-navarro).
La situación de España entraba en la primavera de 1868 en un período crítico. El 13 de abril moría el general Narváez, y con él puede decirse que lo hacía también el trono de Isabel II, a pesar de los esfuerzos de González Bravo, jefe de gobierno desde entonces, por contener la Revolución. La política represiva sustentada por González Bravo produjo efectos contrarios a los que se pretendía y aceleró el proceso revolucionario. Los que hasta entonces se habían mostrado reacios a apoyar la conspiración iniciada por Prim dos años antes, se decidieron a colaborar para “destruir todo lo existente”[6].
Con la muerte de Narváez todo el país se daba cuenta de que los días de Isabel II estaban contados. El joven Don Carlos veía dibujarse una oportunidad de presentar sus derechos. En Ebenzweyer el viejo y legendario general Cabrera, el héroe de la primera y segunda guerra, le había recomendado que se acercase a los Pirineos para oír y conocer a propios y extraños. Por su parte, el joven Pretendiente –que tenía entonces sólo veinte años- barajaba la conveniencia de reunir un Consejo donde estuvieran representados todos los notables carlistas de todos los estamentos.
Reunido el Consejo en Londres -después de avatares que ustedes podrán seguir en la biografía que tengo publicada sobre el general Cabrera-, Don Carlos fue aclamado como rey por sus partidarios[7]. Los asistentes a la asamblea consideraron que era necesario dar la batalla con los mismos elementos y las mismas armas que empleaban sus enemigos. De este modo, se decidió concurrir a la lucha electoral, que los periódicos levantasen la bandera de Don Carlos y que se hiciese una activa propaganda que diera a conocer a los españoles sus derechos y su personalidad.
El 7 de septiembre el flamante duque de Madrid aprovechó para marchar a París y comenzar allí su carrera política.
Los acontecimientos políticos en España se precipitaban. La sequía había hecho estragos en los campos castellanos, provocando el hambre en grandes sectores de la población. Las medidas adoptadas por el gobierno resultaban insuficientes y el descontento, la miseria y el paro va sumando elementos a la revolución, que empieza a producir los primeros chispazos en forma de motines y revueltas que crean una atmósfera general de rebelión.
Así las cosas, estaba la reina en San Sebastián veraneando cuando el 19 de septiembre recibió las primeras noticias de la sublevación de la escuadra en la bahía de Cádiz. El mismo día 19 desembarcaron el almirante Topete y el general Prim, a los que al poco se unió el general Serrano, duque de la Torre, y otros generales. La revolución triunfaba al grito subversivo de ¡Abajo los Borbones! El presidente del Consejo de Ministros dimitió y fue sustituido por el general Concha, que poco pudo hacer por evitar lo inevitable. La batalla de Alcolea, librada el 28 de septiembre entre el marqués de Novaliches, leal a la reina, y el revolucionario general Serrano, que mandaba fuerzas superiores, resultó favorable a éste último y las tropas de los dos jefes se unieron para marchar juntas sobre Madrid. Enterada la reina, que estaba en Lequeitio, decidió poner tierra de por medio el día 30 por la mañana y ponerse a salvo en Francia.
Dispuesto el duque de Madrid –título que adoptó Don Carlos- a aprovechar la oportunidad que el triunfo de la Revolución podía deparar a sus objetivos, se comenzó la organización del carlismo en todas las provincias de España, nombrando comandantes generales en el plano militar y comisarios regios en el civil, cuya dirección ostentaba Aparisi. Se recabaron fondos mediante empréstitos y donativos[8], se impulsó la labor de prensa y la publicación de folletos para popularizar la persona y la causa de Don Carlos, se compraron armas y municiones para introducirlas clandestinamente en el país y se procuró establecer contactos con Roma y con el episcopado para conocer su posición ante la causa carlista. Por otra parte, se intensificaron los contactos con la parte del ejército que no simpatizaba con la Revolución, tratando de acercarles a la causa de Don Carlos. Tanto Cevallos como Elío, responsables de la organización militar, confiaban más en un pronunciamiento militar, consolidado después por el partido carlista, que en un nuevo levantamiento popular como en el pasado[9].
El 16 de noviembre, el conde de Fuentes, a quien el duque de Madrid había confiado la dirección electoral, dirigió un manifiesto a los españoles en el que invitaba resueltamente a sus correligionarios a votar en la elecciones municipales que se celebraban dos días después. : “Probemos en ellas que los monárquicos somos los más”.
Un mes después se convocaron elecciones a las Cortes Constituyentes a celebrar en enero y el carlismo decidió concurrir a las urnas en candidaturas denominadas católico-monárquicas, si bien una parte importante del partido era totalmente contraria a entrar en el juego parlamentario.
La Revolución de Septiembre había supuesto el paso de tradicionalistas isabelinos y neocatólicos al carlismo, al que se sumaron algunos moderados cuando el carlismo aceptó el marco legal. Esta ampliación provocó la aparición de dos grupos: los más tolerantes, que daban importancia al objetivo dinástico y al objetivo político del partido, y los más intransigentes –procedentes normalmente del sector neocatólico-, que colocaban por encima de todo la doctrina de la Iglesia y la defensa de la Religión. Los primeros eran en general más propensos a la lucha armada, para lo que buscaban ampliar la base política del partido.
La presentación a las elecciones bajo candidaturas únicas señalaba el acuerdo e integración de los neo-católicos en el carlismo. Su influencia en las proclamas y manifiestos electorales se hizo patente, al igual que en la composición de las candidaturas, en las que también aparecían nombres del conservadurismo y en las que los carlistas viejos eran menos de la tercera parte.[10]
En una zona de profundo arraigo tradicionalista como era el Maestrazgo, también se concurrió a las elecciones, presentando su candidatura desde Alcalá de Xivert un ganadero y agricultor, dirigente de los carlistas locales, llamado Pascual Cucala, que unió su nombre a los de Llauder, conde de Samitier, conde de Fuentes etc como representantes del viejo carlismo.
A pesar del caciquismo gubernamental, las arbitrariedades de todo tipo que se cometieron y las presiones, los “católicos” –en su gran mayoría carlistas- lograron 24 escaños de diputado[11]. El carlismo obtuvo más de cien mil votos en las provincias donde presentó candidatos. Los resultados fueron especialmente significativos en el territorio vasco-navarro, donde casi todos los diputados eran carlistas: todos los escaños de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya y seis de los siete de Navarra, es decir, un total de 16 de los 24 diputados de la minoría tradicionalista.
Sin embargo, esta minoría de diputados, si bien permitía protestar contra los atropellos de la Revolución, no permitía en cambio al duque de Madrid la menor probabilidad de acceso al trono por la vía parlamentaria.
Al iniciarse con la llegada de 1869 el período de reformas revolucionarias y convencerse toda España de que el trono derribado tan fácilmente no tenía fuerzas para volver a levantarse, muchas miradas se volvieron al nunca extinguido carlismo, buscando en él un dique de salvación frente a la marea revolucionaria.
Los viejos carlistas cobraron nuevos ánimos y, como declaraban sus propios enemigos, renacieron de sus cenizas, ofreciendo a la nación su amor a la Religión, su fe inalterable en la monarquía tradicional y su respeto al principio de autoridad, en contraste patente con las pasiones e ideas que animaban a los revolucionarios. El nuevo partido carlista fue así engrosándose de gentes que hasta entonces se habían mantenido al margen de la política, pero que encontraron en él el medio más eficaz de oponerse a la amenaza revolucionaria. También muchos jóvenes se sentían atraídos por la bandera carlista, al extremo de que ser carlista se puso de moda, como décadas antes lo había sido ser liberal.
Pocos meses después de la Revolución, eran tantas las huestes que nutrían el campo tradicionalista, tantos los periódicos que defendían sus ideales, tantos los militares que estaban dispuestos a ofrecer su espada, que el gobierno empezó a mirar con preocupación al carlismo contra el que empezó a ejercer todo tipo de persecuciones y artimañas para restarle poder.
El nuevo poder empezó a darse cuenta de dónde estaba un importante enemigo. Uno de los ministros del nuevo régimen llegó a confesar en pleno Parlamento que el sufragio, libremente ejercido, habría dado el triunfo a los carlistas. La consecuencia fue un aumento de la persecución contra los carlistas. La lucha por defender los principios e ideas en la prensa, en los cenáculos políticos, en los círculos y hasta en las sobremesas familiares, no podía continuar mucho tiempo ante la represión que sufrían, y muchos carlistas empezaron a pensar que debían proteger sus vidas y sus más queridos sentimientos pasando a la acción, para defender con la fuerza lo que con ella se atacaba.
En aquellas circunstancias, todas las miradas de los nuevos como de los antiguos carlistas se dirigían a Cabrera, la figura legendaria que tantas veces en el pasado había conducido a los carlistas a la victoria. Cabrera era para todos el único hombre que sería capaz de organizar las numerosas fuerzas que en un día dado podrían presentarse para defender la causa católico-monárquica, y todos daban como un hecho que el caudillo tortosino se había puesto a la cabeza del movimiento, y que se proponía sentar al joven nieto de Carlos V en el Trono de San Fernando en una brevísima campaña y casi sin derramamiento de sangre.
Don Carlos, rendido ante tan incontenible demanda, aceptó que se llamara al exilado londinense. El 11 de febrero, Cabrera contestó al rey haciendo profesión de su fidelidad a la causa que Don Carlos simbolizaba, “única que puede sacar a España del caos que al presente se haya sumida”, pero desestimando por razones de salud y de falta de dotes para ello la posibilidad de asesorarle como se le pedía.
Independientemente de las graves cuestiones de orden público y de gobierno, inmediata preocupación de Serrano y Prim -regente el primero y presidente del Consejo y verdadero árbitro de la situación el segundo-, la mayor preocupación de los hombres de La Gloriosa era cerrar la interinidad en la gobernación del Estado. La situación transitoria e inestable que atravesaba la vida política constituía la mayor amenaza para la tranquilidad del país y para el nuevo régimen.
Proclamado el mantenimiento de la forma monárquica de gobierno por parte de los autores de la revolución, saltaba a la vista de todo el mundo que existían dos candidatos naturales al Trono. Estos dos candidatos eran Don Carlos y Don Alfonso de Borbón, descendientes de los reyes de España y representantes de las dos ramas dinásticas que habían pugnado en las últimas décadas en la política española. Sólo estos dos príncipes representaban algo sólido, tradicional, que contaba o podía contar con verdaderos partidarios en el país, en el que el número de republicanos era todavía relativamente insignificante.
Sin embargo, los hombres de la Revolución rehuían al hijo de Isabel II, que no era grato a los sectores más progresistas, mientras que los sectores más influyentes y, especialmente, los mandos del Ejército –la mayor parte de los cuales habían luchado en la Guerra de los Siete Años-, se mostraban incompatibles con el pretendiente carlista.
Descartados estos nombres, Prim y sus colaboradores se lanzaron por las Cortes europeas en busca de un monarca para España. El duque de Montpensier, Fernando de Coburgo, el duque de Génova, Leopoldo de Hozenhollern, Amadeo de Saboya y hasta el mismo Espartero fueron a lo largo de los siguientes meses tentados o rechazarían el Trono, cuyo prestigio llegó a tocar fondo ante los sucesivos desplantes y negativas.
Los carlistas consideraron naturalmente que Don Carlos era no solamente en quien recaían los derechos legítimos al Trono, sino el candidato que podría prosperar si consiguieran aprovechar la oportunidad que se presentaba, bien fuera llevando el curso de los acontecimientos a su favor, o ya fuera dando un golpe de mano tomando ventaja de la anarquía imperante. Don Carlos lo sabía, y estaba dispuesto a hacer cuanto estuviera en su mano para acceder al Trono de sus mayores.
Impulsado por la evolución de los acontecimientos en España –las Cortes Constituyentes se disponían a votar la monarquía como forma de gobierno y Serrano quería que rápidamente se designara quien hubiera de ser rey-, Don Carlos buscó todos los medios para lograr que el viejo general Cabrera diera el paso. Finalmente, el 12 de junio de 1868, el viejo Tigre del Maestrazgo aceptó hacerse cargo del mando y dirección de los asuntos militares carlistas.
Cabrera tenía poca confianza en una acción militar basada en partidas a la vieja usanza. Sabía lo difícil que resultaba armar soldados en territorio extranjero, tolerados o estorbados, pero siempre vigilados al fin por la nación que les cobijaba. Conocía, además, la necesidad indispensable de los recursos materiales para tener posibilidades de éxito, y la dificultad de reunir dinero para una causa que contaba con el mal antecedente de sus anteriores fracasos.
El 18 de junio, apenas aceptada por Cabrera la dirección del Carlismo, el general Serrano prestó juramento ante las Cortes como regente, con lo que la interinidad adquiría por el momento un cierto grado de estabilización. La secreta esperanza del Pretendiente carlista de ser llamado al trono como remedio frente al temor al vacío y al caos, parecía diluirse, al menos en un futuro próximo. La suerte para Don Carlos estaba pues echada en cuanto a la vía a seguir para tratar de alcanzar la corona.
La situación política en España seguía en estado de máxima ebullición. El 1 de junio se había aprobado la nueva Constitución, que sancionaba la libertad de cultos pero que consagraba también la forma monárquica del Estado. Sin embargo, Prim seguía sin encontrar un candidato al Trono que siendo de su agrado quisiera aceptar la responsabilidad de regir a un país sumido en profunda anarquía.
Naturalmente toda esta situación enardecía a Don Carlos, que se consideraba con todos los títulos para ser el rey legítimo de España, por más que su nombre fuera totalmente descartado por la minoría revolucionaria que se había encaramado a los recintos del poder.
Don Carlos no tenía confianza en que Cabrera hubiera sido franco al aceptar hacerse cargo que se le había concedido, y pensaba que lo había aceptado por compromiso y con ánimo de no hacer nada y de gastar tiempo, por lo que, fiel a su carácter impaciente y fogoso, siguió trabajando por su cuenta.
Al parecer, Don Carlos había recibido una comunicación a mediados de junio informándole de que la plaza de Figueras caería en manos de los carlistas en el plazo de tres días, para lo que se demandaba que fuese Don Carlos personalmente a secundar el movimiento que debía llevarse a cabo. Don Carlos, que no quería que su no comparecencia fuera interpretada como falta de decisión o valentía, creyó que había llegado el momento de obrar, y que no debía dejarse pasar esa oportunidad, por lo que cursó instrucciones a los jefes de la conspiración para que se pusieran de acuerdo con los comprometidos de Valencia y Madrid, y después empezaran el alzamiento sin esperar nueva orden, ni cumplir otro requisito que avisarle a él con la anticipación suficiente para que pudiera trasladarse a la frontera catalana.
El día 11 de julio el duque de Madrid se hallaba de regreso en París por no haberse producido el previsto alzamiento al haber sido descubierta la conspiración de Figueras.
Todo lo anterior no hizo desmayar al decidido príncipe de su propósito. Tres días después de estar de regreso en París, le informaron de que la plaza de Pamplona iba a rendirse a los carlistas. Don Carlos dio orden a Elío de dirigirse a la frontera Navarra, y al día siguiente, día 16 de julio, marchó allí también él mismo.
En Ascain se le unió el general Elío y se tomaron disposiciones para el momento en que se tomara la ciudadela de Pamplona, circulándose órdenes a las distintas provincias para que el movimiento fuera secundado.
El día 20 se supo que el golpe no podría verificarse el día 23. Pero el general liberal Moriones conoció a tiempo la conspiración que se tramaba e hizo prisioneros a los que la urdían.
Descubierta la conspiración de Pamplona todo se vino abajo. Don Carlos fue avisado del fiasco, pero la orden de levantamiento estaba dada. La consigna de iniciar el movimiento sin esperar nueva orden dada por Don Carlos se había transmitido a través de los comisarios regios a los que con cierta anarquía y desigual organización preparaban la insurrección en las provincias, encontrando eco en algunos lugares como León, el Bajo Aragón y el Maestrazgo, Valencia y, sobretodo, la Mancha.
Don Francisco Sala había pasado por Madrid a su regreso de París, y se había entrevistado con el conde de la Patilla –comisario de Don Carlos en Madrid-, a quien transmitió las órdenes del Pretendiente. El conde procuró una entrevista de Sala con el general que debía dirigir el alzamiento en Madrid, que le expuso que la labor llevada a cabo en el ejército aún era insuficiente para una sublevación, y que además le constaba que el general Cabrera hasta entonces no había participado en el plan de Don Carlos, por lo que era precipitado arriesgarse sin tener suficientes probabilidades de éxito.
Salas había transmitido a los distritos las órdenes de Don Carlos para llevar adelante el alzamiento en toda España, lo que no pudieron ya evitar las contraórdenes que se corrieron precipitadamente para tratar de contener a los que estaban prestos para echarse al monte.
A pesar de los fracasos de Figueras y Pamplona, en la Mancha se lanzaron al campo algunas partidas dirigidas por el general Juan de Dios Polo[12]. El veterano general, siguiendo órdenes que juzgó suficientes, no esperó más, echándose al campo con una partida el 23 de julio, iniciando un levantamiento al que se unieron cuatro o cinco mil hombres que proclamaron a Carlos VII en distintas partes de España[13].
Mientras ésto sucedía, en la noche del 27 Don Carlos conferenció con Elío y con el conde de la Patilla, que procedía de Madrid, decidiendo dar órdenes de secundar el movimiento de La Mancha.
El 3 de agosto Don Carlos reunió en consejo a los jefes y representantes de las provincias que se hallaban en las inmediaciones. Don Carlos expuso las informaciones de que disponía sobre la situación y cuanto se había hecho, así como la actitud reservada de Cabrera desde que se había hecho cargo de la dirección. Unánimemente se acordó que se secundase el levantamiento iniciado por los manchegos, dándose las órdenes necesarias, así como que Don Carlos escribiese a Cabrera para que fuera a ponerse a su lado y tomase el mando de las fuerzas que se alzasen, publicándose su contestación si era negativa. Se confiaba en que la involucración en el alzamiento del general Polo, cuñado del Conde de Morella, le sacara de su retracción. También se acordó que el general Martínez y el conde de la Patilla se pusieran al frente del movimiento de Castilla, y que Don Carlos se situase en la parte de Toulouse para animar a los catalanes y ponerse a su cabeza si Cabrera no acudía, o volver a la frontera de Navarra.
El Pretendiente no tomó en gran consideración la postura que le manifestó Cabrera, contraria a cómo se estaba procediendo, y permaneció escondido en su refugio de Toulouse, a mitad de camino entre las dos fronteras, a la espera de que se despejara la incertidumbre sobre los acontecimientos, pues de distintas partes se recibían noticias de intentos de alzamiento.
En el Maestrazgo pronto se producen los primeros conatos. El 11 de agosto tiene lugar en Villarreal un motín con el pretexto de la distribución de aguas de riego de la acequia de Castellón. El resultado fue la detención de 87 de los amotinados, y la formación de una pequeña partida, encabezada por Galindo y de la cual formaba parte el presbítero Ballester.
Tras el primer estallido en Villarreal la rebelión se extendió hacia el Norte de la Provincia: el mismo día 11, en Benlloch se levantó una partida mandada por el calderero Dembilio.
En Alcalá de Xivert, de población mayoritariamente carlista, aunque regida por caciques liberales, los partidarios de Don Carlos estaban divididos entre el sector llamado de la capa, más impacientes por echarse al monte, y los conocidos como de la manta –de los que D. Pascual Cucala era la personalidad más representativa-, de actitud más conservadora, lo que a veces era causa de diferencias que les impedían el acuerdo necesario para gobernar el pueblo.
Al producirse las ordenes de alzamiento, el 11 de agosto de 1869 se levantó en Alcalá una partida de más de doscientos hombres a las órdenes del jefe D. Agustín Mañés, que bajó a Alcocebre, en la costa para proteger el desembarco de los efectos que traía un buque que estaba a la vista; desarmaron a tres carabineros -quizás en el mismo lugar que aún hoy ocupa el cuartelillo de la guardia civil- llevándose las carabinas, bayonetas y municiones, y el resto del puesto, para no correr igual suerte, se retiró a Torreblanca. Al saber al día siguiente los alzados la aproximación de fuerzas liberales del regimiento de Granada, se retiraron a la ermita de San Benito, en la sierra de Irta, donde se les unieron otros sublevados de Alcalá, dirigidos por el tortosino Francisco Vallés -recaudador subalterno de rentas de Alcalá de Chivert-, Vicente Bou, el rector de Santa Magdalena, Agustín Pascual alias Coqueta, el cerrajero Ferrer y otros de menor importancia.[14] Los sublevados vivaqueron aquella noche en la ermita de San Benito y al amanecer se replegaron hacia San Mateo, al saber del alzamiento previsto en esta población, no sin antes cortar las vías férreas y telegráficas que llegaban a Alcalá para interrumpir las comunicaciones liberales.
El comandante de carabineros de la provincia, al tener noticia de estos sucesos, salió de Castellón para Torreblanca, reuniendo los diferentes puestos que encontró en el camino, y con ellos marchó a Alcocebre, donde llegó cuando ya reinaba la tranquilidad.
El sentimiento procarlista de la población de Alcalá lo acredita el que unos quinientos hombres estuvieran comprometidos en el alzamiento, aunque el curso negativo de los acontecimientos finalmente hiciera a muchos abandonar el proyecto[15]. Es inevitable pensar que uno de los comprometidos fuera Pascual Cucala, aunque lo cierto es que el curso de los acontecimientos impidió que su posible participación en los hechos llegara a quedar de manifiesto.
En San Mateo se formó una partida de unos 50 hombres dirigidos por Ignacio Vilanova y Pedro Rocher. Esta partida puso sitio al cuartel de la Guardia Civil, donde se refugiaron 10 guardias civiles y los pocos liberales de la población. La llegada de refuerzos para los sitiados hizo retirarse a los carlistas de San Mateo, que acabaron uniéndose al grupo de Vallés que se replegaba hacia el Norte ante la presión de las tropas del gobierno.
El día 12 de agosto se levantó una partida en Ares del Maestre, al mando de Ignacio Polo, que se apoderó de los fondos en poder del recaudador de contribuciones, desde allí, con unos 60 hombres, se dirigió a Cinctorres y La Mata. Ese mismo día otro grupo se organizó a las órdenes de Antonio Borrás, en la ermita de la Font de la Salut de Traiguera. Esta partida fue diezmada a los pocos días por las fuerzas del Teniente Coronel Arrando en un choque producido en la masía de Les Clapises, en Vallibona; los supervivientes se retiraron hacia la Tinença de Benifassar y los puertos de Beceite, logrando escapar de la persecución de las tropas. También el día 15 de agosto los 25 levantados en Alcalá que acompañaban a Ferrer el cerrajero fueron batidos en las proximidades de Belloch[16].
A pesar de la presión de las fuerzas gubernamentales y la ocupación militar del territorio, la insurrección se iba extendiendo por todo el Maestrazgo. Son significativos los datos que aportan los libros de Actas de Sesiones de los Ayuntamientos, acerca de los acuerdos tomados por los municipios en materia de orden público y seguridad, dando testimonio del peligro que las partidas suponían. Así, el Ayuntamiento de Benicarló reconoce la necesidad “durante las actuales circunstancias, de que haya dos vigilantes en la torre campanario para avisar cualquier novedad y tocar en su caso a somatén o alarma”; también se plantea la “necesidad de fondos para atender a los gastos de Orden Público y los muchos que ofrece el armamento y la defensa en las actuales circunstancias”.[17]
Como intento de dominar la insurrección, el Capitán General del distrito ofreció a los carlistas un plazo de ocho días para acogerse a indulto, plazo que muy pocos aprovecharon.
Las diversas partidas dispersas que fueron surgiendo por el Maestrazgo se fueron integrando bajo el mando de Francisco Vallés. El grupo de Dembilio se unió a éste en Sarratella, reuniéndose una fuerza de 300 hombres. Desde esta población se desplazó un grupo de 25 hombres para liberar a los carlistas presos en la cárcel de Albocàsser. Se intentó establecer contacto con los carlistas sublevados en la Plana de Castellón, dirigidos por Galindo, para ello se enviaron dos emisarios, que fueron detenidos por el Comandante Mendoza. Finalmente, el 21 de agosto las fuerzas de Vallés y Galindo se reunieron en Catí, donde se produjo un enfrentamiento con la columna del Teniente Coronel Serrano. La lucha fue reñida, prolongándose durante varias horas; finalmente la victoria se decantó por las fuerzas liberales Los carlistas tuvieron 11 muertos, entre ellos Galindo y el presbítero Ballester.
Esta derrota en Catí supuso un duro golpe para las esperanzas de los sublevados. De nuevo las fuerzas se dispersaron, muchos carlistas se acogieron a indulto, otros optaron por esconderse o exiliarse para evitar la persecución de las autoridades liberales. A finales de agosto se producen los últimos movimientos para dominar la insurrección[18], que como en el resto de España se dio por concluida a primeros de septiembre.
El hecho de que los carlistas manchegos, bajoaragoneses y del Maestrazgo se lanzaran prematuramente a la lucha en aquél verano de 1869 se explica porque éstos creían que contaban con el apoyo del mítico Ramón Cabrera, más capaz de aglutinar a los partidarios del carlismo que el todavía joven y desconocido Carlos VII.
Sin embargo las cosas eran bien diferentes. El 16 de agosto Don Carlos recibió carta de Cabrera en la que le presentaba su dimisión.
El 18 de agosto, el general Juan de Dios Polo cayó prisionero en una dehesa de Torralba de Calatrava, junto con su secretario, un oficial y un guardia civil que se habían unido a sus fuerzas. La noticia de su prisión fue un golpe mortal para la suerte de la insurrección.
Al conocerse el fracaso del movimiento, los jefes sublevados se vieron obligados a batirse en retirada, ya sin más objetivo que proteger a sus hombres. Algunos no tuvieron suerte en ello, y fueron bárbaramente pasados por las armas sin piedad ni juicio previo, como los nueve carlistas fusilados en Montealegre, cerca de Badalona, cuyo salvaje martirio lleno de horror a la opinión pública[19].
Polo fue llevado a la prisión de Daimiel, y de ahí a Ciudad Real, donde fue sometido a un Consejo de Guerra que le condenó a muerte. Posteriormente fue conducido a Madrid, y encerrado en las cárceles militares de San Francisco. Peor suerte tuvo el coronel Pedro Balanzátegui, sublevado en León, que fue apresado y fusilado inmediatamente después[20].
Igual pena fue impuesta a otros jefes de la insurrección, como los jefes Milla y Larumbe. Otros implicados en el movimiento carlista fueron detenidos en Barcelona y Madrid. En la Ciudad Condal fue detenido el sacerdote Pedro Ruiz, encontrándose en su domicilio armas de fuego y cartuchos, así como suscripciones de las obligaciones de deuda de Carlos VII. En Madrid se decomisaron igualmente paquetes con uniformes y armas para los carlistas[21].
Diversas instancias hicieron gestiones a favor de los condenados, pidiendo su indulto. El gobierno de Serrano, influido por el impacto que en la opinión pública habían producido los bárbaros fusilamientos de Montealegre, accedió al indulto, y Polo y sus compañeros fueron deportados a las Islas Marianas, no sin antes agradecer a los de Daimiel su mediación[22].
En el Maestrazgo los sublevados fueron detenidos y encerrados en la prisión de las Torres de Quart, en Valencia. Los alcalainos Vicente Bou Martorell y Agustín Pascual Coqueta permanecieron encarcelados hasta su liberación en 1871, tras la que volvieron a alzarse en armas al año siguiente para participar en la Tercera Guerra. Bou empezó la campaña como capitán, ascendiendo primero a teniente coronel y mandando el batallón de Guías del Maestrazgo y después a coronel como jefe del Batallón 1º de Valencia. Agustín Pascual, por su parte, combatió primero en Valencia como oficial y más tarde en el Norte, donde llegó a comandante.
Como había predicho Cabrera, fracasada la intentona, el gobierno se ensañó con los carlistas, y muchos fueron encerrados en las cárceles y conducidos a los presidios, al tiempo que la Revolución avanzaba en todo el país haciendo aumentar de día en día la anarquía.
Lo fundamental era oponerse a la Revolución que amenazaba creencias, vidas y haciendas. Frente a ella Don Carlos, más que un principio dinástico, representaba fundamentalmente los principios que había asumido.
En enero y marzo de 1870 se volvieron a celebrar elecciones parciales, y a ellas acudieron de nuevo los católico-monárquicos con tanto interés como a las de 1869, siguiendo lo dispuesto por el conde de Morella, al que Don Carlos había vuelto a encargar la dirección del movimiento.
A nivel nacional, se recogieron cerca de 120.000 votos católico-monárquicos, de los algo más de 700.000 electores, lo que le valió a la comunión la obtención de un diputado de los 28 en liza. Los resultados se juzgaron muy positivos, teniendo en cuenta el deficiente estado de organización, la inexperiencia electoral y los amaños, coacciones y abusos de todo tipo cometidos por los candidatos gubernamentales[23].
Este resultado llenó de esperanzas al partido y de entusiasmo por la dirección impuesta por Cabrera, contribuyendo a superar el retraimiento que hasta entonces mostraba el sector de los carlistas históricos, más partidarios de echarse al monte que de participar en la lucha electoral organizada por los liberales.
En la campaña electoral de marzo, los católico-monárquicos volvieron a presentar candidaturas y lograron un nuevo escaño para el partido de los ocho escaños en liza, obteniendo un total de 100.000 votos a pesar de las amenazas y los palos recibidos[24].
Hombres importantes del partido moderado, seducidos por el nuevo rostro del carlismo, se sentían atraídos por su bandera y daban a entender que podía contarse con ellos.
Pero en medio de este panorama positivo, las relaciones entre Don Carlos y Cabrera seguían sin funcionar. Ni los afectuosos términos con que acababan las cartas de Don Carlos, ni los votos de sumisión con que lo hacían las de Cabrera, podían ocultar durante más tiempo una falta de sintonía que tenía antes o después que estallar. Cabrera no se fiaba de Don Carlos, y Don Carlos no confiaba en Cabrera.
El desaire recibido en la persona de Ros de Ursinos fue la gota que colmó el vaso de las ya escasas esperanzas del viejo general, que comunicó al rey su dimisión el 19 de marzo de 1870.
Ante la retirada del legendario caudillo, Don Carlos decidió convocar una gran asamblea en Vevey (Suiza) de todos los prohombres del partido.
Los planes de Don Carlos seguían considerando cualquier medio que le permitiera acceder al trono, sin descartar a priori ninguno de ellos. La renuncia definitiva de Leopoldo de Hohenzollern había vuelto a dejar a Prim en la estacada en su propósito de poner fin a la anárquica interinidad que regía el país.
Y si no descartaba la vía política, tampoco descartaba la militar si la ocasión se presentaba, como ocurrió en el mes de agosto en el episodio conocido como “la Escodada”.
A todo ésto, las desesperadas gestiones de Prim para encontrar un rey para España dieron por fin resultado. El 16 de noviembre de 1870 Amadeo I era proclamado rey por las Cortes. Como dijo Castelar en el parlamento, Prim había creado una monarquía por decreto.
La proclamación de un príncipe extranjero tuvo la rara virtud de, desde el primer momento, unir a toda la oposición en su contra. Los católicos españoles no podían sino ver en Amadeo de Saboya al hijo del invasor de los Estados Pontificios y carcelero de Pío IX. Para los carlistas, la elección de un rey extranjero y revolucionario suponía la declaración de guerra abierta al gobierno de Madrid.
Acababa 1870, pero no los avatares de una política española marcada por el signo de la convulsión, que tuvo su última manifestación del año el 27 de diciembre con el asesinato del presidente del gobierno, el general Juan Prim, víctima de un atentado que le costaría la vida, pertrechado por elementos progresistas que no perdonaban al general revolucionario que no hubiera querido proclamar la República[25].
Terminada la época constituyente que había finalizado con la elección de Amadeo al Trono, se convocaron elecciones de diputados provinciales, a cortes y senadores. El magnicidio había contenido los ímpetus carlistas y llevó al convencimiento a los directivos del carlismo de la necesidad de acudir a las elecciones provinciales y parlamentarias previstas para los primeros meses de 1871. El duque de Madrid resolvió que concurrieran a todas ellas los carlistas, haciendo público el acuerdo el 21 de enero de 1871. A pesar de la repugnancia de muchos carlistas, sobretodo de provincias, a participar en las instituciones liberales, y de los deseos de echarse al monte, la Junta Central resolvió acudir a las elecciones, cursando para ello las instrucciones oportunas al partido.
Coaligados con los republicanos, en una alianza contra natura motivada por el enemigo común, el carlismo obtuvo los mejores resultados de su historia política –51 diputados de los 391 que componían la Cámara-, constituyendo una respetable minoría parlamentaria de la que fue nombrado jefe Cándido Nocedal. Sin embargo, dada la insuficiencia de respaldo parlamentario gubernamental, las Cortes se disolvieron poco después, sucediéndose los gobiernos relámpago y convocándose nuevas elecciones, en las que el carlismo logró 25 diputados, a pesar de los sobornos y corruptelas de Sagasta.
La base del partido, cansada de la estéril lucha política, estaba deseosa de empezar la lucha armada. Los militares estaban ocupados en organizar la conspiración, de forma que en paralelo que se presentaba a las elecciones, el carlismo y Don Carlos seguían preparando el movimiento armado[26].
Desde después del verano de 1871, un levantamiento parecía inminente. Desde San Juan de Luz y Madrid se coordinaban los esfuerzos de los distintos focos existentes en casi todas las regiones españolas. En las zonas más tradicionalmente carlistas, como Cataluña, las Provincias Vascongadas y Navarra, Aragón y Valencia, había muchos militares comprometidos con el movimiento, y las perspectivas parecían halagüeñas.
El 24 de enero se disolvieron las primeras Cortes de la monarquía amadeista, convocándose nuevas elecciones. La experiencia de 1871 volvía a repetirse, siendo esta vez la coalición entre carlistas, republicanos, alfonsinos y radicales de Ruiz Zorrilla, unidos todos en el propósito de derribar al gabinete Sagasta.
En las elecciones del 2 de abril la coalición de carlistas, republicanos y alfonsinos no consiguió derrotar al gobierno, que mejoró su control y presión electoral. Sagasta había enviado unas instrucciones secretas a los gobernadores civiles y alcaldes que eran un verdadero compendio de marrullería electoral.
Ninguno de los 35 diputados carlistas electos llegaría a sentarse en su escaño. Antes de que terminaran las elecciones al Senado, desarrolladas con todo tipo de atropellos y pucherazos -el pueblo bautizo a estas elecciones como “la de los Lázaros” por la cantidad de difuntos que votaron en ellas-, Don Carlos prendió la mecha el 14 de abril con una carta dirigida desde Ginebra al general Díaz de Rada, ordenando el alzamiento en toda España, que debería producirse el día 21 al grito de ¡Abajo el extranjero! ¡Viva España! y ¡Viva Carlos VII! Un día después, el día 15, transmitía otra orden disponiendo la retirada de los diputados carlistas.
El alzamiento se produjo en varios lugares y Don Carlos penetró en España por Vera de Bidasoa, siendo aclamado como su rey por la población. Muchos voluntarios se sumaron entonces a los jefes sublevados. Sin embargo, la precipitación en presentar la primera batalla dio lugar el 4 de mayo al desastre de Oroquieta, que estuvo a punto de costarle un desastre al propio rey, que se vio obligado a volver a pasar a Francia.
La insurrección carlista de la primavera había fracasado en el Norte y en otras partes del país, pero había prendido ya en Cataluña, donde tomó cierta consistencia, y en el Maestrazgo, donde veteranos de las anteriores guerras conseguirán mantener las partidas.
En el distrito militar de Valencia el responsable de acaudillar la insurrección era el teniente convenido, ahora brigadier, Don Antonio Dorregaray, que se lanzó a campaña el 22 de abril, saliendo de Valencia con 600 hombres que fueron batidos y dispersados en Portaceli, sufriendo numerosas bajas y resultando herido el propio Dorregaray.
Al mismo tiempo comienza el levantamiento de pequeñas partidas en el Bajo Aragón y el Maestrazgo. El gobierno teme que la insurrección se extienda, y el mismo 22 de abril se ordena a los reservistas de 1868 que se incorporen a Morella a las órdenes del Gobernador de la Plaza y Provincia[27], mientras que el capitán general de Valencia, D. Fernando del Pino Villamil, declara el estado de guerra en su distrito.
A primeros de mayo por orden del capitán general son disueltas todas las asociaciones y círculos de filiación carlista, y el Ministro de la Guerra ordena que se organicen en la provincia de Castellón dos batallones de voluntarios, de seis compañías cada uno.
El Alcalá, donde los fervores tradicionalistas eran particularmente intensos, en la noche del 5 de Junio de 1872 se levantó una partida de quince hombres, a las órdenes de Pascual Cucala y Vicente Bou, ayudados por la Junta Carlista del pueblo, presidida por José Vela, que al grito de ¡Viva Carlos VII! proclamaron solemnemente en la plaza a Carlos VII como rey legítimo. Rompieron los aparatos del telégrafo para evitar las comunicaciones oficiales, y salieron del pueblo dirección a Cuevas de Vinromá para reclutar voluntarios, donde serían dispersos dos días más tarde por las columnas lanzadas en su persecución.[28]. Cucala y los carlistas de Alcalá se adelantaban así a Francisco Vallés, primer Comandante General del Maestrazgo, que inició el movimiento pocos días después en el término de Tortosa[29]. Vallés era hombre de gran prestigio en el país. Contaba cincuenta y dos años y había luchado en la primera guerra en uno de los batallones de Tortosa con el empleo de capitán de cazadores. Cucala, por su parte, era propietario de una ganadería de toros y agricultor, contaba 56 años y en su juventud había luchado como simple voluntario en el ejército carlista de Cabrera y había sido, como dijimos, candidato carlista en las primeras elecciones tras la Revolución de septiembre de 1868.
Tras las el fracaso del alzamiento en el territorio vasco-navarro y el escaso éxito de la insurrección en la zona Centro, el movimiento se considera fracasado y el 23 de agosto el brigadier Villalón, Gobernador Militar accidental de la provincia, por orden del capitán general, levanta el estado de guerra, a pesar de la actuación de las partidas de Cucala, Segarra, Polo y Panera que se dedicaban a hostigar a las pequeñas guarniciones y puestos de la Guardia Civil con objeto de apoderarse de sus armas y municiones.
En el mes de septiembre una partida catalana de 40 hombres mandada por Bou, a la que se unen 40 voluntarios más, cruza el Ebro por el puente de Tortosa y recorre los pueblos del norte de la provincia cortando el telégrafo, siendo finalmente batidos cerca de Ulldecona.
Cucala por su parte interrumpe las comunicaciones de ferrocarril en Alcalá, para impedir la llegada de tropas gubernamentales, y con 50 hombres ataca los puestos de la Guardia Civil de Cuevas de Vinromá, Cabanes y Albocacer para tratar de hacerse con las armas y dinero que necesitaban para la subsistencia de su partida, destruyendo también el telégrafo para obstaculizar la transmisión de informaciones sobre sus movimientos. La persecución de que fue objeto le obligó, sin embargo, antes de final del mes a adentrarse en Cataluña.
Las insurrecciones republicanas del mes de octubre obligaron al gobierno a concentrar las tropas en las cabeceras de distrito, lo que aprovecharon las partidas carlistas para recuperar libertad de acción. Cucala volvió al Maestrazgo y el día 14 de octubre entra en San Mateo con sólo 15 hombres, cortando el telégrafo e interceptando la correspondencia oficial. Después prosigue su marcha recorriendo los pueblos y llegando hasta Borriol, a sólo 9 km de Castellón, en donde es interceptado por fuerzas salidas de la capital. En vista de ello, Cucala retrocede hacia el interior de la provincia y da a sus hombres permiso para que se vayan a mudar la camisa.
A finales de octubre la partida de Cucala se reagrupa y unido a las fuerzas de Sisco recorre la comarca entre San Mateo y Morella, sorprendiendo en La Pobleta a un convoy del batallón de Alba de Tormes que se dirigía a Morella desde Monroyo. El teniente que mandaba el convoy resultó herido y los carlistas hacen prisioneros a los soldados y se apoderan de sus armas, pero tienen que retirarse al saber que una columna del ejército y voluntarios de Morella salían en socorro de sus compañeros del Alba de Tormes.
Cucala continua recorriendo con su partida el norte castellonense y los límites del Bajo Aragón, tanto por los puertos de Beceite como por la Tinanza de Benifazar.
El 17 de noviembre el gobierno llama a 40.000 quintos a filas, lo que produjo un gran descontento. Muchos mozos prefirieron incorporarse a las filas carlistas, formándose nuevas partidas al mando de Barrero, Charelo, Coqueta y otros, como Felipet El Fideuer, que había formado una partida con los quintos y paisanos de Chert, Traiguera, Coves, La Jana y San Jorge, cuyas fuerzas ascendían a 50 hombres.
A mediados de noviembre Cucala es sorprendido en Fredes, teniendo que refugiarse en los puertos de Beceite.
El 1 de diciembre Agustín Pascual, alias Coqueta, proclamó a Carlos VII en Alcalá de Xivert al frente de unos 35 hombres. Ese mismo día la partida de Cucala entró en Alcalá. Si combinamos el interesante y poco conocido relato titulado “La insurrección Carlista de 1872”, debido a la pluma de Luís Rodríguez Arismendi y llevado a la imprenta ese mismo año, con lo conocido por otras fuentes, lo sucedido en Alcalá fue lo siguiente:
Sabía Cucala que había en el pueblo un destacamento de carabineros que no pudo marchar con dos compañías a Cervera. El destacamento estaba mandado por el comandante Padín, y formado por 74 hombres, que habrían quedado en el pueblo para controlar el manifiesto espíritu procarlista que existía en la población. Los soldados estaban distribuidos 10 en la torre de la iglesia y el resto en la casa del ayuntamiento.
Poco después de las cuatro de la tarde, Cucala entró en Alcalá procedente de Cuevas de Vinromá dando vítores a Don Carlos y sus vivas fueron entusiastamente secundados por el vecindario, que como día festivo se hallaba desparramado por las calles; el objetivo de los carlistas era que la guarnición les entregara las armas, pero los carabineros contestaron a aquellos vivas con descargas desde la torre de la iglesia y la sala capitular. Los proyectiles disparados por aquellos dieron en gente indefensa que se hallaba cerca de los carlistas, y resultó muerto un hermano del jefe de la partida, llamado Roque, y otro forastero, que estaban conversando con otros amigos en la Plaza de Valencia, y además otros dos heridos, personas pacíficas que nunca habían tomado las armas. Fue verdaderamente digno de notarse que no hubieran de lamentar los vecinos más desgracias cuantas tantas podían haber ocurrido, pues eran muchos los niños y las mujeres que se hallaban en la plaza.
Los carlistas hubieran podido ocupar la casa del marqués de Villores, cuyas ventanas dan frente al sitio ocupado por los amadeistas, y sin embargo desistieron por no ocasionar disgustos a la familia que les suplicó que no adoptaran aquella medida.
A las cinco de la tarde, reforzados por los vecinos del pueblo levantados en armas por Coqueta, los hombres de Cucala abrieron fuego contra los carabineros, al que éstos contestaron desde las dos posiciones que ocupaban. Viendo los carlistas que no se rendía la guarnición, trataron de incendiar la torre campanario y el ayuntamiento, pero lo impidió una sección de carabineros que salió de éste y que consiguió hacer retroceder a la avanzada carlista. Media hora después los carlistas volvieron al ataque con renovado brío, pero advertido Cucala de la llegada del tren hacia las ocho y media de la noche, que procedía de Vinaroz y conducía al teniente general Gabriel Báldrich, a su estado mayor y cuatro compañías de cazadores de las Navas, empezó a reirarse con toda su gente.
Al parar el tren en la estación y advertidos de lo que estaba pasando, el general Báldrich dio orden de que dos de las compañías que le acompañaban, al mando del comandante Antonio Dabán, penetraran en el pueblo, mientras que las restantes quedaban en la estación para acudir a los puntos de mayor resistencia.
Al haberse ya echado encima la noche y empezado a llover, la llegada de aquellos refuerzos no fue advertida por los que se defendían de los carlistas, sino que creyendo que eran nuevos enemigos, dispararon sobre ellos, con lo que aumentó el fuego en la plaza de la iglesia, donde algunos carlistas habían permanecido hostigando a los carabineros hasta que se retiraron por completo al notar la llegada de la tropa.
Además de los heridos que habían quedado sobre el terreno, la tropa procedió inmediatamente a registrar el pueblo en busca de carlistas, haciendo 17 prisioneros.
Cucala sintió un gran dolor por la muerte de su hermano Roque, aumentando en él el deseo de vengarla en la primera ocasión que tuviera de volver a encontrarse frente a frente con sus enemigos. Por su parte, la población de Alcalá quedó indignada por los atropellos cometidos por las tropas de Báldrich, acentuándose aún más sus simpatías con la causa insurgente[30].
Pocos días después, el 9 de diciembre de 1872, Cucala, como jefe más antiguo, reunió en San Mateo a las partidas que operaban en el Maestrazgo, y creo un batallón carlista, integrado por cinco compañías, que puede considerarse el comienzo de la organización regular del Ejército Real en el Maestrazgo.[31] Al día siguiente entró en Cervera, donde –según un testimonio de la época- salió a recibirle el ayuntamiento y el clero y fue aclamado por la población[32]. Junto a Cucala marchaban Agustín Pascual Coqueta y el joven Arbolero, los tres montados en vistosos caballos. Las compañías de voluntarios del flamante y recién creado 1er Batallón del Maestrazgo las mandaba Pascual Villalonga, secretario y rico propietario de Cuevas de Vinromá, que gozaba de gran prestigio en el país. Iba también con ellos Ramón Vilauroz, de una de las familias más conocidas de San Mateo, Blas Pelegrín y Felipet El Fideuer, de San Jorge, que se había unido con sus hombres a Cucala. Los carlistas se dirigieron a la plaza, donde dieron vivas a Don Carlos y a la Religión, alojándose después Cucala y sus ayudantes en casa de los señores Cervera, donde se reunieron con los mayores contribuyentes que les entregaron ciento cincuenta duros y algunas armas. En la madrugada del día siguiente las fuerzas de Cucala salieron para San Jorge y Cálig, marchando después hacia Alcanar, donde supieron que nuevas partidas se habían levantado en San Mateo y Ares y que una nueva remesa de jóvenes de Tortosa se había incorporado a las fuerzas de Vallés.
La insurrección no termina a pesar de todo de generalizarse, y el 11 de diciembre el Gobernador Militar de la Provincia, Vicente Villazón, acuerda desde Morella conceder indulto a los carlistas que se presenten con las armas.
El 13 de Diciembre Cucala se dirigió al puente del ferrocarril que hay sobre el río Seco, entre Torreblanca y Alcalá, y saboteó las vías, escondiéndose en las inmediaciones. Al llegar el tren, el maquinista lo detuvo antes de llegar al puente. Entonces aparecieron los carlistas y obligaron a bajar a todos. Gracias a la intercesión del cura de Alcanar, uno de los viajeros, salvaron su vida todos, especialmente el maquinista, a quien Cucala quería fusilar para escarmiento de los que desatendían su prohibición de que circularan trenes por la zona en la que afianzaba su dominio[33]. Los empleados de los ferrocarriles fueron hechos prisioneros en la sala capitular de Alcalá y las vías fueron destrozadas.
La destrucción de las vías férreas por los carlistas había llegado a tal extremo en todo el país, que la prensa llegó a publicar por aquellos días una orden de Don Carlos para que no se impidiera la circulación de trenes a no ser que llevasen tropas, pues las empresas se dirigían a las autoridades indicándoles que suspenderían la circulación de los trenes si continuaba en aquél estado el país.
Pocos después los 500 hombres que forman ya el 1er batallón del Maestrazgo de Cucala se concentran en Benasal con los 70 hombres de la partida de Polo, con la intención de marchar juntos hacia la costa. Sin embargo son interceptados el día 19 de diciembre en Villar de Canes por tres compañías del batallón de Cazadores de Barcelona y una columna de la Guardia Civil, lo que les obliga a dispersarse, los de Cucala hacia el Mijares y los de Polo hacia Castellfort.
Con el fin de establecer un mando conjunto para la lucha contra la insurrección carlista, el general García Velarde, Gobernador Militar de Zaragoza, es designado para el mando conjunto de las fuerzas de Teruel y Castellón, estableciendo su Cuartel general en Morella, pero antes de poder poner en marcha un plan a los pocos días es designado capitán general de Valencia y parte hacia su nuevo destino.
Por estas mismas fechas D. Joaquín Ferrer, natural de La Galera, persona de gran prestigio y que había sido segundo jefe de la Compañía de Miñones del general Cabrera, se une a la rebelión y se hace cargo de todas las fuerzas carlistas de la zona. El sur tarraconense era recorrido también por el comandante general carlista de la provincia, Francisco Vallés, que al frente de los quinientos hombres entró en Perelló, mientras que su segundo Tallada –que era hijo del brigadier carlista Antonio Tallada, muerto heroicamente en la primera guerra- lo hacía en la ermita de la Providencia, cerca de Tortosa.
Ante la proximidad de las Navidades, los liberales, con el fin de desalentar a los partidarios de Don Carlos, hicieron correr la noticia de que Cucala había sido hecho preso en Castellón con toda su partida. El jefe carlista, consciente de ello, tras dejar a sus voluntarios que fueran a pasar con sus familias las Pascuas y mudarse la camisa, les reunió en Adzaneta y marchó hacia Alcora, donde fue recibido con extraordinario entusiasmo, siguiéndole en tropel hasta su alojamiento y concentrándose después delante de la casa, obligándole a que saliera al balcón para aclamarle. Se organizó baile en la plaza y el pueblo improvisó una fiesta para agasajar a los voluntarios carlistas.
Después Cucala regresó a Alcalá, después de inutilizar de nuevo las líneas férreas y telegráficas, desde donde el día 31 de Diciembre salió a Torre Endomenech, donde le sorprendió una columna amadeista de unos 600 guardias civiles. Cucala partió entonces con sus hombres hacia Benlloch.
La vida para las partidas carlistas –que en conjunto movilizaban en la zona del Maestrazgo unos mil hombres- distaba de ser fácil, faltas de todo lo necesario para su sostenimiento y perseguidas de continuo por las tropas del gobierno.
El 9 de Enero del nuevo año de 1873 las facciones de Ferrer, Cucala y Panera, que se encontraban descansando en Peñarroya (Teruel) son sorprendidas por tres compañías de carabineros que les obligaron a dispersarse después de dejar 30 prisioneros, que fueron conducidos a Morella, así como caballos y pertrechos, aunque, como en tantas otras ocasiones, el resultado de la acción varía mucho despendiendo de la procedencia de las fuentes.
El 12 de enero, las fuerzas mandadas por Cucala, compuestas por unos 300 hombres, tuvieron un nuevo encuentro con tropas gubernamentales en Las Cuevas de Vinromá. Ante la llegada de la columna enemiga, los carlistas salieron de la plaza, donde estaban formados, y se emboscaron en un olivar cercano al pueblo con objeto de resistir el ataque, que acabó con la retirada de los carlistas monte arriba.
Tras estos encuentros en los que las partidas carlistas sufrían su inferioridad de fuerzas y falta de armas, muchos voluntarios, desalentados, se acogieron al indulto ofrecido por Villalón, mientras que otros, como Cucala, pasaban el Ebro para incorporarse a las fuerzas que combatían en Cataluña, donde la insurrección había cobrado más cuerpo.
Ello hizo que a finales de enero volviera la calma a la provincia y que oficialmente se diera por terminada la rebelión.
Sin embargo, los vientos de la historia se encargarían de reactivar las pavesas. El 11 de febrero de 1873 se produjo la abdicación de Amadeo I y la solemne proclamación de la I República[34], nombrándose al mismo tiempo un gobierno ejecutivo con Estanislao Figueras como presidente. Dos años había durado Amadeo como rey, durante los que el pueblo, atraído por las causas extremas, republicanismo y carlismo, no se sintió identificado con el monarca y lo consideró como un rey intruso.
Con la República la situación política entró en un rápido proceso de deterioro. La inestabilidad de los gobiernos, las insurrecciones federalistas en muchas ciudades, la indisciplina militar y las luchas partidistas condujeron rápidamente a la más completa anarquía. El cantonalismo destrozaba la unidad nacional; ardían pueblos enteros; la soldadesca asesinaba a sus jefes, y cuatro insensatos desde la esfera del poder escupían a lo más sagrado. Todo ello no hizo más que atizar el fuego de la guerra carlista, que cobró desde entonces nuevo impulso.
La noticia del cambio de régimen produjo verdadero júbilo al Pretendiente carlista, que confiaba en que la marcha de su primo le acercaría más al Trono de San Fernando. Para estar preparado para aprovechar cualquier oportunidad, Don Carlos se refugió en un castillo entre Toulouse y Tarbes, cerca de la frontera española, desde donde podía estar tanto cerca del frente catalán, donde la guerra se extendía rápidamente, como del vasco, donde la campaña empezada por Dorregaray cogía desde la caída de la monarquía amadeista nuevos bríos.
El 16 de julio Don Carlos, montado en un brioso corcel y con uniforme de capitán general, hizo su entrada en España entre el resonar de las campanas de Zugarramundi que le daban la bienvenida y una población enardecida que le aclamaba.
El nieto de Carlos V representaba la esperanza de la monarquía católica y tradicional que restaurara el orden y la patria en un momento, aquél verano de 1873, en que se vivía la época más bochornosa de la historia de España. Según el juicio del propio Castelar, presidente de la República, hubo días en que se creía totalmente disuelta la nación: Galicia quería constituirse en un país independiente bajo protectorado inglés; Jaén se aprestaba a declarar la guerra a Granada; en el fuerte de la Galera, en Cartagena, se alzaba la bandera turca y su escuadra sublevada bombardeaba Almería y Alicante y el 3 de agosto declaraba la guerra a Prusia.
Durante la guerra Alcalá de Xivert, “pueblo totalmente enemigo”, como fue motejado por el general Gobernador Militar de Castellón en uno de sus partes al capitán general de Valencia[35], fue, como los demás pueblos, alternativamente ocupado por contingentes de uno y otro bando en liza.
No es este el momento de narrar pormenorizadamente los hechos más notables de la campaña carlista 1872-75 en el Maestrazgo, ni los avatares que jugó en ellos la villa gaspatxera ni su hijo más destacado en aquellos acontecimientos, Don Pascual Cucala, que llegaría en la contienda a lucir los entorchados de brigadier. A él se han dedicado muy recientemente páginas en la revista Mainhardt, a cargo de las destacadas plumas de Ferrán Grau, Vicens Albalat, Aureli Puig y otros, que unidas a la excelente monografía de Vicente Meseguer “Carlismo y los Carlistas de Alcalá de Xivert”, me eximirán de repetir lo que allí puede leerse.
Solamente quiero, por mi parte, destacar dos o tres aspectos:
El primero es que durante toda la guerra Alcalá hizo gala de un extraordinario compromiso con la causa carlista, hasta el extremo, según Pirala, de que el pueblo de Alcalá tenía 450 voluntarios enrolados en el Batallón que mandaba Cucala, que llevaba como comandantes a su hermano Francisco –recordemos que su hermano Roque había muerto antes luchando-, sus hijos Francisco y Bautista, y como oficiales a una mayoría de hijos de Alcalá. También el Batallón de Vallés incorporaba a muchos alcalainos, como el coronel Vicente Bou, Agustín Mañes y otros[36]. El nada sospechoso Cuerpo de Estado Mayor del Ejército describió a los vecinos de Alcalá como “partidarios de Don Carlos en su mayoría”.[37]
El segundo se refiere a la honestidad y lealtad a la Causa de la figura de Pascual Cucala, que fue en su día objeto de variadas acusaciones y calumnias que es preciso refutar para siempre. De él dice Vicente Meseguer que al empezar la guerra “se le tenía como hombre honrado y de reconocido prestigio, y estaba dotado asimismo de una especial aptitud en el trato con la gente de este país”, y el Barón de Alcalahí señala que se convirtió en el verdadero ídolo de sus guerrilleros alcanzando tanta popularidad entre los carlistas de todos los pueblos “que siempre era recibido en ellos con muestras de entusiasmo delirante”, a lo que el escritor Ciro Bayo, que sirvió en el ejército carlista del Centro, añadió que “era tan popular que las viejas cortaban las cintas de las alpargatas que tiraba para guardarlas como reliquias.
Ciertamente la disciplina a los mandos militares de guante blanco, que poco a poco se fueron haciendo con el mando del Ejército del Centro, no fue el punto fuerte de Cucala, pues su carácter tenía esos rasgos de independencia, autonomía y heterodoxia en la forma de entender el mando que suelen ser característicos de los buenos guerrilleros. Ello le causó problemas con el general Álvarez –jefe de la división del Maestrazgo- y con Velasco, Lizárraga, y Dorregaray, sucesivos comandantes generales del ejército carlista del Centro.
En el tramo final de la guerra Cucala fue apartado del mando de su brigada por parte del general Dorregaray, que le destinó al cuartel general de la comandancia general del ejército del Centro, que estaba entonces en Cantavieja. Más tarde cuando dicho atravesó el Ebro tras la batalla de Villafranca del Cid, poniendo fin a la guerra en el Maestrazgo, Cucala marchó por Andorra y Francia a Estella para presentarse a Don Carlos y ofrecerle volver a promover un nuevo levantamiento en el Maestrazgo. Sin embargo, por las acusaciones de Dorregaray y de su jefe de estado mayor, el brigadier Oliver, se le formó expediente y estuvo detenido en Tolosa, hasta que desdiciéndose de sus cargos sus acusadores, fue rehabilitado y nombrado Comandante General de Aragón y el Maestrazgo, si bien la entrada en Francia de Don Carlos, con la que concluía la guerra, dejó este nombramiento sin efecto.
Las insinuaciones que se habían hecho contra Cucala eran falsas, como quedó probado en la resolución favorable de la causa abierta contra él. Entre ellas había estado la de entenderse con el enemigo, lo que probó ser una mera calumnia fomentada por los propios liberales. Así quedó claro con la publicación en El Cuartel Real, periódico oficial de la corte de Don Carlos VII impreso en Tolosa, en el número 91 de 7 de agosto (de 1875), de la siguiente nota, que quiero reproducir entera por ser poco conocida:
“El brigadier Cucala, de cuya lealtad habían hablado insidiosamente algunos periódicos liberales, nos ha remitido una nota detallada de los innumerables ofrecimientos que el enemigo le ha hecho durante su larga y honrosa campaña para obligarle a presentarse con sus fuerzas.
A raíz de la acción de Ares, con motivo del bloqueo de Morella, el general republicano Palacios comisionó a Don Ignacio Vidal y al llamado “Vínculo de Ares”, los cuales ofrecieron en nombre de aquél al señor Cucala la cantidad de tres millones de reales si se entregaba con las fuerzas a su mando.
Posteriormente la hermana del mismo señor Vidal fue con una comisión semejante, y después con el mismo objeto, se presentaron al Sr. Cucala Don Juan Bautista Ferrer, de Torreblanca, y don Andrés Bretón, de Benicarló, este último mandado por el gobernador militar de Vinaroz.
La contestación del Sr. Cucala fue siempre que él era de los primeros que se habían levantado en armas por Carlos VII, y que sería el último que las abandonase.
Después de estas cosas ocurrió que un jefe liberal de Amposta prometió al Sr. Cucala entregarle aquella plaza mediante la cantidad de cuatro mil duros. Recibió esta suma el liberal consabido, y cuando el brigadier Cucala se acercó con sus fuerzas a Amposta, fue recibido a cañonazos por el traidor que providencialmente pagó allí con su vida su traición.
Resentido y con harta razón el brigadier Cucala por esta vileza, se propuso tomar venganza en la primera ocasión que se le presentara. Y en efecto, poco antes de que nuestro Ejército del Centro hiciera su expedición a la provincia de Huesca y Cataluña, recibió el brigadier Cucala una carta del conocido banquero de Valencia Don José Campo, autorizada por el gobernador señor Candileja, carta cuyo original hemos visto nosotros, en la cual se le prometía al referido brigadier un millón de reales y el reconocimiento de sus grados si entregaba las fuerzas de su mando.
El señor Cucala creyó que la ocasión era propicia para tomar la revancha de lo de Amposta, y pidiendo la debida autorización al general Dorregaray, en Lucena comenzó las negociaciones para recibir el millón y utilizarlo, naturalmente, en beneficio de la Causa. Hallabanse en este punto las cosas, cuando el general Dorregaray determinó marcharse a Huesca y Cataluña, y las negociaciones no pudieron continuar.
Tal es el relato que el brigadier Cucala nos remite y que nosotros publicamos con el mayor gusto”[38].
También quiero destacar, y este es el tercer y último aspecto al que me refería, la importancia de Pascual Cucala en el origen de la última insurrección carlista en el Maestrazgo, pudiéndose afirmar, en palabras del Conde Melgar, que “a él se debió en parte principalísima, por no decir exclusiva, el alzamiento del Centro”[39]. Es en este sentido, más que en otros que se han propuesto, en el que me parece adecuado considerar a Cucala “un segundo Cabrera”, pues al igual que en el caso del tortosino en el levantamiento de 1833, sin Cucala la insurrección de 1869 y72 se hubiera sofocado sin llegar a prender, como lo acabaría haciendo, en todo el territorio del Maestrazgo.
Al terminar la guerra Pascual Cucala cruzó la frontera como otros miles de exilados carlistas y se instaló con su hermano Francisco, Severino -de Las Cuevas de Vinromá- y Bolet, en una casa de campo a las afueras de Mombeton, en el Rosellón francés, residiendo después en Port Vendress, población costera situada a sólo unos kilómetros de la frontera española, donde se dedicó al comercio de vinos. El 31 de enero de 1892, tres días después de sentirse gravemente enfermo y de escribir su última carta felicitando por su onomástica al Infante Don Alfonso, el que fue su comandante general del Ejército Carlista de Cataluña y el Centro en 1875, falleció aquejado de un cáncer.
La noticia de la muerte del legendario caudillo causó una honda consternación entre los vecinos de Alcalá, donde sus hijos Bautista y Francisco Cucala Roca mandaron celebrar un solemne funeral al que acudió en masa casi todo el pueblo. El Infante Don Alfonso, hermano de Carlos VII y primer comandante general de las huestes catalanas y del Centro en la guerra, que sintió siempre un sincero aprecio por el jefe carlista y con quien había mantenido afectuoso trato desde entonces, escribió una sentida carta de pésame a su hijo Bautista, en la que calificaba a Pascual Cucala de “el héroe más leal, más sumiso, más humilde y desinteresado que se pudiese encontrar, un entero modelo de jefe carlista”[40].
[1] Vicente Meseguer Folch, “Carlismo y Carlistas de Alcalá de Xivert” pag 168.
[2] Fr. José Rocafort, Libro de las Cosas Notables. Editorial E. Codina pag 257.
[3] V. Meseguer, op. cit pag 70.
[4] Vicente Meseguer: El Carlismo en el Maestrazgo. La pacificación de la comarca en 1844. Pag 31
[5] Idem, “Carlismo y Carlistas de Alcalá de Xivert” pag 95.
[6] Begoña Urigüen, pag 280.
[7] Al parecer la primera en aclamar al jóven príncipe como rey fue Rosa Sobradiel, esposa del Conde de Fuentes, durante el banquete que tuvo lugar en un hotel de Londres antes de la reunión. A. de Sagrera, pag 179.
[8] Don Carlos y sus colaboradores se ocuparon de allegar recursos económicos por medio de empréstitos y donativos, empezando por solicitar ayuda del duque de Módena, el conde de Chambord y los legitimistas franceses. El dinero era imprescindible para comprar armas y municiones para su introducción en España. Pero ni las cartas ni los mensajeros obtuvieron en general y salvo excepciones, otra cosa que buenas palabras. Los proyectos de obtener créditos fracasaban todos los días por la imposibilidad de dar las garantías que se solicitaban: unos exigían la firma del duque de Módena, otros la hipoteca de la dote de Doña Margarita y otros el depósito en papel del valor equivalente. El resultado es que no se disponía de un franco para pagar las armas, municiones y vestuario que se habían empezado a contratar e incluso marchaban ya hacia la frontera, con lo que los contratistas se negaban a su entrega mientras no se procediera al pago. Merced a donativos del duque de Módena, un legitimista francés y otros, se consiguieron 600.000 francos, pero pronto desparecieron haciendo frente a los compromisos más perentorios.
[9] Para activar los preparativos del próximo alzamiento, se constituyó una comisión militar que presidía el teniente general Díaz de Cevallos, con los generales Elío, Algarra y el coronel Alcalá del Olmo, para atender a la adquisición de armamento, equipo, municiones y suministros de todo tipo.
[10] Begoña Urigüen, pag 323
[11] Los 25 escaños catolico-monárquicos se alcanzaron merced a 120.000 votos, según José María Fauró, de un total de 3.801.071 personas que componían el número de electores. Los monárquico-demócratas del partido gubernamental obtuvieron 236 escaños, y 85 los republicanos. De los 25 escaños, sólo 23 llegaron a ser ocupados, ya que Aparisi marchó a París en Enero de 1869 y a Muzquiz le fue discutida su acta. Ver Begoña Urigüen, pags 324 y 327.
[12] El general D.Juan de Dios Polo y Muñoz de Velasco -casado con Juana Calderón y, por tanto, cuñado de Cabrera, y que como recordaremos se había acogido a la amnistía de 1848 y había obtenido el reconocimiento del grado de brigadier -, había sido nombrado por el Comisario de D.Carlos como Comandante General de la Mancha y Extremadura con el grado de mariscal de campo.
[13] Manuel Salvador Madre, pag 35 y 36.
[14] Entre los sublevados en Alcalá que marcharon bajo el mando de Vallés se encontraban el propio alcalde de Alcalá de Xivert y su criado. Respecto a Vicente Bou Martorell, participó en la revolución de La Gloriosa con los liberales. Sin embargo, posteriormente se uniría a los carlistas de Vallés y participaría en la última guerra con el grado de comandante. Murió en Alcalá en Febrero de 1915. Por su parte, Agustín Pascual Pedra, alias Coqueta, era sastre de profesión, y jefe de los guardas de los montes de Alcalá, por lo que disfrutaba de gran aprecio de sus convecinos. Hizo la campaña durante la última guerra al lado de Cucala, como responsable de Caja del Batallón, con el grado de capitán. Fue consuegro de Pascual Cucala, al contraer matrimonio su hija con un hijo de éste. Falleció en la calle de la Palma de Alcalá de Xivert el 26 de Junio de 1887. (Datos de V. Meseguer, op. cit. pag 148 y 163).
Agradezco a mi amigo Cristóbal Castán, de Benicarlo, la fotografía que me proporciona sobre los sublevados de Alcalá.
[15] Estanislao Kostka, pag 15; y V. Meseguer, idem pag 103.
[16] Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, Tomo 1 pag 356-361)
[17] Archivo Municipal de Benicarló, acta de la sesión del 15-8-1869.
[18] A.M.B., acta de la sesión del 5-09-1869, en ella se hace referencia a los gastos ocasionados en la salida que en “persecución de la facción” realizaron tropas y voluntarios de Cálig y Benicarló : “(...) el Ayuntamiento enterado(...) acordó: que se satisfagan los 412 reales [ y] 32 céntimos importe de los gastos ocasionados en las salidas de los días 26 de agosto último y 1º del actual con cargo al capítulo de imprevistos del presupuesto municipal (...)”
[19] Los fusilamientos de Montealegre ocupan un lugar destacado en el martirologio carlista. Juan Llofrin Sotomayor, que no era carlista, fue testigo de los hechos, y dejó escrito un testimonio veraz sobre los mismos en la carta que dirigió al periódico La Igualdad el 7 de Agsoto de 1869. Entre los fusilados, a los que no se concedió ni la confesión que reclamaban, se encontraban dos muchachos que aún no habían cumplido diecicocho años, y un guardia forestal del pueblo, que era retrasado mental. La carta publicada en La Igualdad se encuentra recogida en el libro del Vizconde de la Esperanza, La Bandera Carlista en 1871, pag 354 y ss. La responsabilidad de los asesinatos de Montealegre pesa sobre el coronel Casalís, y fue aceptada también por el general Prim en pleno Parlamento.
[20] La ejemplar muerte de Balanzátegui y la conmovedora carta de despedida a su esposa constituyen uno de los uno de los epidsodios más admirables de la historia martirial del carlismo. Vale la pena leer este testimonio emocionante, recogido, entre otros lugares, por el Vizconde de la Esperanza en la mencionada obra, pag 360 y 361.
[21] W. Bollaert, pag 463.
[22] Polo y los carlistas deportados permanecerían en su destierro algo menos de un año y medio. En diciembre de 1870 salió de Manila para las Islas Marianas el barco español Shanghay, adelantando su viaje bianual para recoger a los desterrados allí. Su regreso era posible gracias al indulto decretado por acuerdo del Consejo de Ministros y la comisión permanente de las Cortes Constituyentes. Altar y Trono, Año II, Tomo IV, 13 Febrero 1871.
[23] José María Fauró, pag 34 y ss.
[24] Los dos diputados carlistas elegidos entre ambas convocatorias fueron Luis María Llauder y Valentín Gómez.
[25] Según testimonio del conde de Benalúa en sus Memorias, Tomo I, pag 76, Prim había estado en tratos con el duque de Sexto y con la reina Isabel para ayudar a la Restauración, con la condición de que él mismo fuera regente del Reino. Su acercamiento previo a Don Carlos ya lo hemos descrito en otro lugar, lo que parece probar que Prim jugó a prácticamente todas las cartas.
[26] M.Ferrer, Tomo XIII pag 101
[27] Aunque la Comandancia General del Maestrazgo había sido ya suprimida, al residir el Gobernador Militar de la Provincia en Morella, por inercia, sigue empleándose esta denominación en muchos boletines de la provincia cuando se hace referencia a asuntos militares.
[28] Idem, Tomo 12 pag 31. La fecha del levantamiento de Cucala y sus compañeros aparece errónea en varias fuentes, por ejemplo en los libros de Pirala y de Un Emigrado del Maestrazgo, de donde el error pasa a otras publicaciones. También el número de participantes en el levantamiento es impreciso. Mientras algunos autores, como la fuente que seguimos nosotros, hablan de unos cincuenta, otros dan un número cercano a la decena. V.Meseguer aporta un documento judicial en el que se cita a once vecinos de Alcalá con nombres y apellidos, cuatro de Torreblanca y otro de Valencia como involucrados en la rebelión.
[29] José Ruiz de Lihory, pag 65.
[30] Rodríguez Arismendi, Tomo 2 pag 1015
[31] Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, Tomo 12 pag 51 y Estanislao Kostka, pag 40.
[32] Rodríguez Arismendi, Tomo 2 pag 1038.
[33] Estanislao Kostka , pag 45.
[34] La Républica contó con 258 votos a favor contra 32 abstenciones.
[35]Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, Tomo 12 pag 54.
[36] Vicente Meseguer, “Carlismo y Carlistas de Alcalá de Xivert” pag 121.
[37] Cuerpo de Estado Mayor del Ejército, Tomo 12 pag 109.
[38] José Navarro Cabanes: “Apuntes bibliográficos de la Prensa Carlista” pags 95 y 96
[39] Citado por Barón de Artagán, Bocetos Tradicionalistas, pág. 216.
[40] Citado por V. Meseguer, pág. 144.
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